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Actualizado: 21 de junio de 2025


Y, al mismo tiempo que hablaba, se apoderó de la mano lívida que colgaba y trató de levantarla. Su marido, más sensible, se había ocultado el rostro entre las manos y lloraba. El doctor no se dejó llevar por la emoción.

Cada noche que el príncipe colgaba su reloj en la relojera y cada mañana que se ponía las zapatillas para ir al cuarto de baño, no podía menos de recordar conmovido el cariño de su mujer. Y llegó a idolatrarla. Fue muy feliz. Fue también un buen rey, porque tuvo la suerte de que muriera pronto su abuelo y le dejase el trono.

Tomábalo D. Álvaro de las manos de su hija y comenzaba las Ave-Marías, paseando lentamente de una esquina á otra del salón. La familia y los vecinos se arrodillaban devotamente frente á una estampa ordinaria y ridícula de la Virgen, que, provista de marco negro, colgaba sobre el sofá, y respondían con sordo y prolongado murmullo á las oraciones que D. Álvaro decía en alta voz.

El heno colgaba de los árboles, entonces despojados de hojas, se enredaba en las columnas de madera de los corredores, formaba cortinas en las puertas, se tendía como alfombra en el patio, y cubría casi enteramente las rústicas mesas. Tal adorno es el favorito en estas fiestas del invierno en todas partes.

¡Mi novio!... ¡mi poeta! Había caído en sus brazos, se colgaba de sus labios en un beso largo de ruidosa aspiración. Luego se apartó bruscamente, como si la poseyese otra vez el miedo. Márchate... Podrían vernos. Había entrado en su camarote, estaba al otro lado de la puerta, pero la mantenía a medio cerrar para verle un momento más, acariciándolo con su sonrisa y sus ojos.

Tiramos de una cadena que colgaba cerca de la puerta y sonó una campana a lo lejos. Salió a la puerta una criada vieja, y Allen le dijo que éramos náufragos. -Se lo voy a decir al capitán. Esperad. Desapareció, y al poco rato se abrió una de las ventanas iluminadas de la casa y se presentó en ella una figura de hombre, que gritó: ¡Eh, los náufragos! ¡Adelante!

Entró Roger en la habitación y quedó atónito al ver que de un fuerte garfio de hierro pendiente del techo colgaba un hombrecillo que era quien tan desaforadamente gritaba. El garfio lo tenía sujeto por el cinto y el infeliz manoteaba y perneaba como un poseído. ¡À moi, mes amis! seguía berreando, cárdeno el rostro. ¡Favor al campeón del Obispo de Montaubán! ¡À moi!

Una de sus piernas colgaba fuera del lecho, y el pantuflo, sostenido sólo por los dedos del pie, rozaba las losas. Blázquez Serrano, antes de despertarle, contemplole unos minutos con envidiosa admiración. Una hora después salía del convento resuelto a ingresar a las órdenes.

De pronto su mano convulsa rozó las cuentas del rosario de Fray Antonio que colgaba de la faltriquera, e inspirado por el Infierno, tomolo sin vacilar, rompiolo con los dientes junto al crucifijo, dejó caer algunas cuentas, y envolviéndolo al cuello de Beatriz, tiró con ambas manos, tiró en uno y otro sentido, hasta apretar, por fin, sobre aquella delicada garganta, un nudo terrible.

Miguel, aprovechando uno de estos abrazos, y a favor de la oscuridad, cogió la trenza de Maximina, que colgaba por la espalda con un lazo de seda en la punta, y la llevó a los labios. ¿Qué hace V.? dijo la niña volviéndose rápidamente. Besar la trenza de su pelo. ¿Y por qué hace V. eso? preguntó con sorpresa. Porque me gusta. Maximina bajó los ojos y guardó silencio.

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