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Actualizado: 2 de junio de 2025


Si hacía sol, Lucía y Pilar bajaban al jardinete y pegaban el rostro a los hierros de la verja; pero en las mañanas lluviosas quedábanse en el balcón, protegidas por los voladizos del chalet, y escuchando el rumor de las gotas de lluvia, cayendo aprisa, aprisa, con menudo ruido de bombardeo, sobre las hojas de los plátanos, que crujían como la seda al arrugarse.

Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet habían sentido los pasos de su dueño que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya.

La conserje del chalet se encarga del gobierno de casa, de la compra y aun de guisar: el conserje atiende a la limpieza, corta las ramas del jardinete, guía las enredaderas, barre las calles enarenadas, sirve a la mesa y abre la puerta.

La cuesta caracoleaba por entre lomas y peñascos, en el centro de una angosta garganta formada por colosales y desnudas moles de granito, cercadas en sus bases por bosques seculares de abetos. De trecho en trecho encontrábamos algun rústico chalet solitario aguardando que el otoño hiciese volver sus habitantes, ó veíamos alguna praderita medio escondida en medio de los bosques.

Habíalas color barquillo bajo, realzadas por la nota de fuego de las bengalas, y las rosas enanas, de matiz de carne, parecían rostros microscópicos, que miraban curiosos a las vidrieras del chalet. En el jardinete, ante el peristilo, era una gentil confusión de rosas de todos los tonos y tamaños.

A trechos giraba lentamente, muy distante, la azotea roja de un chalet; y su ventana, bajo el triángulo de tejas, fulguraba como una planchuela de oro. El sol se dilató; era una gran ascua redonda que perforaba la cinta de bruma azul. Un gajo de arbusto seco, sobre la llanura, cruzó por el disco como un arabesco de tinta.

A principios de julio pensaba marchar con Fernandito a Bélgica, para pasar un mes escaso con Mariano Osuna en su castillo de Beauraing; después no sabía a punto fijo dónde iría a esperar el 15 de octubre, fecha en que estaba citada con la reina en Marsella, para emprender el viaje a Roma: quizá fuera a Trouville... El verano anterior lo había pasado allí en una villa preciosa, frente al Chalet Cordier, que era el de M. Thiers... Y por cierto que era Thiers un vejete muy simpático y muy limpio, a pesar de ser republicano; su mujer, una bourgeoise así, así... vamos, bastante pasable.

Silenciosa llenó el caritativo deber, y al levantarse del suelo, exhaló leve suspiro, como el que desahoga, cumplida alguna tarea de que cuerpo y espíritu por igual recibieron cansancio. El chalet alquilado en Vichy por las dos familias, Miranda y Gonzalvo, llevaba el poético letrero de Chalet de las Rosas.

M. Steimbourg creyó un deber presentar a su amigo a su familia. Condújole a Bieville, donde su padre se había hecho construir un chalet. M. L'Ambert fue recibido en él por un viejo muy verde, una señora de cincuenta años, que no había abdicado aún, y dos jovencitas extremadamente coquetas; y a primera vista advirtió que no entraba en una casa de fósiles.

Adivinó todo el calor de alma que la altiva joven disimulaba por una especie de pudor bajo sus heladas apariencias, y su pasión, un momento en derrota, lo ganó de nuevo por entero. Marcela volvió al castillo y Beatriz se puso a la obra bajo la vista del maestro. Acababa de dibujar una especie de chalet, cubierto por una enredadera que servía de habitaciones al jardinero.

Palabra del Dia

rigoleto

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