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Puñaladas a la mujer traidora, ofensas a la madre lavadas con sangre, lamentos contra el juez que envía a presidio a los caballeros de calañés y faja, adioses del reo que ve en la capilla la luz del último amanecer; toda una poesía patibularia y mortal, que encoge el corazón y roba la alegría.

Había cosecheros que usaban calañés y vivían en un casucho de las afueras como pobres, alumbrándose con un velón; pero al pagar una cuenta tiraban de un saco que tenían debajo de la mesilla de pino como si fuese un saco de patatas, y ¡eche usté onzas!

Y ya comenzaba a recitar con labio balbuciente un capítulo de la historia sagrada cuando vino a interrumpirlas Manín. Entró con su eterna chaqueta verde, calzones cortos, su gran calañés mugriento, haciendo temblar el piso con los zapatones claveteados. A esta indumentaria, arcaica ya en la provincia, debía gran parte de su notoriedad y la fama de terrible cazador de osos que había tenido.

Al fin acabó por cansarse, quedando inmóvil, con el hocico babeante y la cabeza baja, tembloroso sobre sus piernas, y entonces Gallardo abusó de la estupefacción de la bestia, quitándose el calañés y tocando con él su cerviz. Un aullido inmenso se elevó detrás de la empalizada saludando esta hazaña.

En el fondo de la primer lancha, vi a un hombre de elevada estatura, con calañés, en posición de Conde de Luna cuando pregunta desde cuando acá los muertos vuelven a la tierra; era el barítono, seguramente. A su lado, una mujer rubia, y buena moza, apretaba un perrito contra el seno y tenía los ojos agitados por el terror. ¿Perrito? Contralto.

Le veía alto, esbelto, de un moreno pálido, con el calañés sobre un pañuelo rojo, por debajo del cual se escapaban bucles de pelo color de azabache, el cuerpo ágil vestido de terciopelo negro, la cintura cimbreante ceñida por una faja de seda purpúrea, las piernas enfundadas en polainas de cuero color de dátil: un caballero andante de las estepas andaluzas, casi igual a los apuestos tenores que ella había visto en Carmen abandonar el uniforme de soldado, víctimas del amor, para convertirse en contrabandistas.

D. Pedro no salía jamás a la calle sin ir acompañado de un su criado o mayordomo, hombre zafio, que vestía el traje del labriego del país, esto es, calzón corto con medias de lana, chaqueta de bayeta verde y ancho sombrero calañés.

Sus ojos, agrandados por la emoción, vagaron por la cocina, sin encontrar un sombrero calañés ni un trabuco. Vio un hombre desconocido que se ponía de pie: una especie de guarda de campo con carabina, igual a los que había encontrado muchas veces en las propiedades de su familia. Güenos días, señora marquesa... Y su señó tío el marqué, ¿sigue güeno?

Se hicieron los preparativos con extraordinaria reserva; el marqués y sus padrinos, con las cajas de pistolas, fueron a primera hora de la mañana, y yo, con los míos, nos metimos en una barca después de comer. El patrón se sentó a la popa. Era un tipo de teatro, con patillas, faja encarnada y calañés. Nos reímos de él, porque decía en un andaluz muy cerrado: Bueno, vámonoz, que ze va el viento.

Sus abundantes patillas se destacan libremente como dos bellos matorrales al pié del sombrero calañés, sin alas y adornado también con algunas borlas de seda negra. Sus polainas, de las cuales penden innumerables borlitas y cintitas del mismo cuero, le dan un aire de chalan muy original.