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Actualizado: 29 de mayo de 2025
AZUCENA. Tú no podrás socorrerme; vendrán muchos contra ti, y tus fuerzas se agotarán; pero no temas por mí, yo estoy libre de su furor. MANRIQUE. ¿Vos? AZUCENA. Sí; los tiranos no mandan sobre el sepulcro, ni el verdugo puede martirizar una carne que no siente. Acércate... Mira esta frente pálida; ¿no está pintada en ella la muerte? MANRIQUE. ¿Qué decís?
No temas, yo no diré a nadie que soy tu madre, me contentaré con decírmelo a mí propia, y en vanagloriarme interiormente. ¿Estás contento? LOS MISMOS y RUIZ MANRIQUE. Ahí está. AZUCENA. ¿Esperabas a ese hombre? MANRIQUE. Sí, madre. AZUCENA. No temas, no me verá. RUIZ. ¿Estáis pronto? MANRIQUE. ¿Eres tú, Ruiz? RUIZ. El mismo; todo está preparado. MANRIQUE. Marchemos.
Pero, a pesar de mi ambición, os amo, madre mía; no... yo no quiero sino ser vuestro hijo. ¿Qué me importa un nombre? Mi corazón es tan grande como él de un rey... ¿Qué noble ha doblado nunca mi brazo? AZUCENA. Sí, sí. ¿A qué ambicionar más? MANRIQUE. Aún no viene. AZUCENA. Pero sin embargo, estás muy triste... ¿Te devora algún pesar secreto? ¿Sientes tú haber nacido de unos padres sí humildes?
Pálida, con palideces de azucena, aquella carita fina y dulce se hacía casi marmórea por el contraste que producían en ella lo negro de los cabellos y lo espeso de las cejas. Permanecía con la vista baja, con cierto aire gazmoño, sí, gazmoño, que no me causó buena impresión. ¿Cómo hacer para que me dejara ver sus ojos? Vea usted, vea usted.
AZUCENA. En este mismo sitio, donde está esa hoguera. MANRIQUE. ¡Gran Dios! AZUCENA. Yo la seguía de lejos, llorando mucho; como quien llora por una madre. Llevaba yo a mi hijo en los brazos, a ti; mi madre volvió tres veces la cabeza para mirarme bendecirme.
En materia de desnudeces infantiles, Julián no era voto, pues sólo conocía las de los angelotes de los retablos; pero cavilaba para sus adentros que, a pesar de haber el pecado original corrompido toda carne, aquélla que le estaban enseñando era la cosa más pura y santa del mundo: un lirio, una azucena de candor.
La sacó del agua sin sentido y la dejó sobre el césped esperando á que llegasen Flora y el barquero. Pero antes que esto acaeciese Demetria abrió los ojos y dibujándose en ellos una sonrisa triste dijo: ¿Me crees ahora, Nolo? Te creo, Demetria. Y por primera vez el mozo de la Braña estampó un tierno beso en su rostro de azucena. La envidia de los dioses. Voy á terminar.
AZUCENA. Sí; desde esta mañana he sentido que me abandonaban las fuerzas, que mis miembros se torcían; un velo de sangre ha ofuscado más de una vez mis ojos, y un zumbido espantoso ha resonado continuamente en mis oídos... se me figuraba que oía el llamamiento a la eternidad... ¡La eternidad! Y ya voy a salir de esta vida con el alma emponzoñada... MANRIQUE. Por favor. AZUCENA. Y van a matarme...
AZUCENA. Yo no había olvidado, sin embargo, a la infeliz que me había dado el ser; pero los lamentos de aquella infeliz criatura me desarmaban, me rasgaban el corazón.
Todas las noches, a la sombra amena de un frondoso macizo floreciente, yo acudía con paso diligente y con el alma de ilusiones llena. Veía a poco su cuerpo de azucena avanzar indeciso, lentamente, mientras un ansia de pasión ardiente daba a mi pecho hervores de colmena. Juntos los dos en dulces embelesos, volviamos al cuento de los besos, sin pensar que es voluble la fortuna.
Palabra del Dia
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