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Actualizado: 29 de junio de 2025


Y el mas hábil pintor nada podría No teniendo del iris los colores, Y los varios matices de las flores, Que en tu persona brillan á porfía. Cómo pintar tu rostro de azucena Sin combinar los cándidos jazmines Al brillo de la nieve en los confines Alumbrada por luz blanca y serena?

Aguzó el oído Cervantes, porque sabía él bien que doña Guiomar era viuda de un oidor de la real chancillería de Méjico, y no dudó de que doña Guiomar era aquella por quien el alférez Gaspar de Valcárcel había olvidado en Méjico los amores que había dejado en España, y disculpole; porque aunque Margarita era bella como la flor de la qué el nombre tenía, y niña y pura, comparada con doña Guiomar, era lo que la violeta comparada con la azucena, o con el sol la luna; y díjose para , que a él, en el coleto del malaventurado alférez, hubiérale acontecido lo mismo; y disimuló sus imaginaciones, y continuó escuchando atento.

Miquis había hecho del buen litógrafo infinitas definiciones. Era, según nuestro amigo, un tonel con marca de alcohol y lleno de agua; un oso torcaz; una hidra sin hiel; un alfiler guardado en la vaina de un sable; un cardo con cáliz de azucena; un gorrión vestido de camello, y un epigrama escrito en octavas reales.

Frente á se hallaba el buen Alain, que me sonreía á cada golpe de remo, con aire de complacencia y protección: más próxima, la señorita Margarita vestida de blanco contra su costumbre, bella, fresca y pura como una azucena, sacudía con una mano las húmedas perlas que la mañana suspendía en el encaje de su sombrero, y presentaba la otra como un incentivo á Mervyn, que nos seguía á nado.

AZUCENA. No... bastante lo he deseado, pero el sueño huye de mis ojos. MANRIQUE. ¿Tenéis frío tal vez? AZUCENA. No... te he oído suspirar a menudo... ven aquí... ¿Qué tienes? ¿Por qué no me confías todos tus padecimientos? ¿Por qué no los depositas en el seno de una madre? Porque yo soy tu madre, y te quiero como a mi vida. MANRIQUE. ¡Mis padecimientos!

Interior de una cabaña; Azucena estará sentada cerca de una hoguera; Manrique a su lado de pie. MANRIQUE y AZUCENA AZUCENA, canta. Bramando está el pueblo indómito, de la hoguera en derredor; al ver ya cerca la víctima, gritos lanza de furor. Allí viene; el rostro pálido, sus miradas de terror, brillan de la llama trémula al siniestro resplandor. MANRIQUE. ¡Qué triste es esa canción!

En su epístola á Matías de Porras describe con los más vivos colores su felicidad conyugal, mayor aún con el nacimiento de su hijo Carlos: «Cuando amorosa amaneció á mi lado La honesta cara de mi dulce esposa, Sin tener de la puerta algún cuidado; Cuando Carlillos, de azucena y rosa Vestido el rostro, el alma me traía, Cantando por donaire alguna cosa.

AZUCENA. Pocos días después tuve ocasión de conseguirlo. Yo no hacía otra cosa que rodear la casa del Conde que había sido causa de la muerte de aquella desgraciada... un día logré introducirme en ella y le arrebaté al niño, y dos minutos después ya estaba yo en este sitio, donde tenía preparada la hoguera. MANRIQUE. ¿Y tuvisteis valor? MANRIQUE. ¿Y en fin?

¡Oh! no es cierto! sin duda quien tal dijo, Jamas tu álbum purísimo ha tenido, Porque entonces habria allí leido Lo que en sus hojas blancas yo leí: Lo que se lée en las ondas de los rios Cuando la blanca luna los colora; Lo que se lée en las nubes del aurora Entre celajes de oro y de carmin. ¿Qué podré yo decir, que ya no diga Esta página blanca de azucena?

AZUCENA. Defendedme de esos hombres que sin compasión me matan... defendedme... NU

Palabra del Dia

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