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Actualizado: 21 de mayo de 2025
Amaury estaba, de nuevo a los pies de su amada, pero esta vez Avrigny, lejos de irritarse como la víspera, le indicó que no se moviese y tras de contemplar un momento aquel hermoso grupo, les tendió sus manos, exclamando: ¡Hijos míos!
«Aunque te necesitamos y por mucho que te alarmes cuando sepas el estado de Magdalena, no vengas, Antoñita, no vengas, hija mía, hasta que ella misma se decida a llamarte. Desgraciadamente estoy temiendo que no tardará mucho en hacerlo. ¡Ten compasión de mí, tú que sabes hasta qué punto la quiero! »Tu tío »Leopoldo de Avrigny.» Veamos lo que había acontecido.
» ¡Hola, traviesos! ¡Ya es hora que nos veamos! gritó, ¡Ay, Dios mío! ¡Qué mal rato he pasado!... ¡El señor de Avrigny, que acaba de llegar, preguntando por sus hijos, mientras los caballeretes andan perdidos por ahí de ceca en meca! Por fortuna todo ha pasado ya, y no hay necesidad de decir ni una palabra.
Me ha hablado de varios. ¿Pero del hijo de uno de sus amigos? Amaury vio que no podía retroceder. Ayer pronunció delante de mí el nombre del vizconde Raúl de Mengis. ¿De mi sobrino? Sí; sé que tal es el deseo de nuestro querido Avrigny. ¿También sabe que yo pensé en Raúl para Magdalena? Sí, señor.
Es tan costoso para el hombre el renunciar a toda esperanza, que ellos no se resignaban a creer que todo hubiese acabado y de un modo instintivo buscaban en el rostro del señor de Avrigny algún rayo de esa ilusoria esperanza.
Una carta de Antoñita precedió a Amaury en casa del conde, pues la joven había querido advertir a su anciano amigo de las intenciones del doctor Avrigny, en cuanto al papel de protector que había dado, o más bien dejado tomar a su pupilo, y prevenir de este modo preguntas, dudas o admiraciones que hubieran podido embarazar u ofender a Amaury.
Oí referir esas curas maravillosas en una época en que yo era feliz y por lo tanto incrédulo. »Tráigame, pues, a ese hombre, se lo suplico. »Leopoldo de Avrigny.» El padre de Magdalena encargó de llevar esta carta a un criado montado en buen caballo, y aquella misma tarde cerca del anochecer llegaron el cura y el pastor, quienes al recibir el mensaje se apresuraron acudir al llamamiento.
Antoñita se interrumpió como si tuviese que hacer un gran esfuerzo para acabar la frase, y por fin, dijo: ...estoy decidida a ser su esposa. Está bien, Antoñita dijo el señor de Avrigny, y puesto que ésta es tu resolución... Sí, padre mío, ésa es mi resolución inquebrantable contestó la joven pugnando en vano por contener los sollozos que la ahogaban.
Magdalena abrió los ojos, quiso incorporarse exclamando: «¡Aire! ¡aire! ¡Me ahogo!» y se desplomó lanzando un suspiro. Era el último. Magdalena de Avrigny ya no existía. Levantose el doctor y con voz ahogada dijo: ¡Adiós, Magdalena! ¡Adiós, hija mía! Amaury lanzó un grito terrible. Antonia sollozaba como si su pecho fuera a desgarrarse.
¡Pero si yo no digo que deseo morir ni mucho menos, papá, yo te lo juro! Me siento ahora demasiado feliz para pensar en tal cosa. Además, ¿no es usted el primer médico de París? Pues no dejaría así como así que se muriese su hija. Avrigny lanzó un suspiro. ¡Ay! murmuró.
Palabra del Dia
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