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Actualizado: 21 de mayo de 2025


Recuerdo muy bien que nuestro amigo está enamorado de la hija del doctor Avrigny y acaricia respecto a ella proyectos matrimoniales. ¡Ah, ! ¡Yo también me acuerdo ahora! ; pero te olvidas de que aquella misma noche la novia se puso enferma. Pero aquella indisposición sería pasajera y no habrá sido nada... No, señores contestó Amaury. ¿Ya está buena? Ha muerto. ¿Cuándo? Hace una hora.

Quizás comprendió el señor de Avrigny que su inexplicable rigor había de parecer odioso a su hija, pues deponiendo su actitud severa tendió la mano al joven, diciéndole: Amaury, no has interpretado bien mi pensamiento. Tu partida no reviste el carácter de un destierro. Aquí estarás siempre en tu casa y cuando vengas a vernos te recibiremos con los brazos abiertos.

Magdalena se había desplomado en su butaca, quedando inmóvil e intensamente pálida. ¡Oh! ¡hija mía! gritó Avrigny, demudándose como ella. ¡Ah! ¡ le das la muerte, Amaury! Y alzándola en sus brazos la llevó al aposento contiguo. Amaury siguió al doctor. ¡No entres! dijo éste deteniéndole en el umbral de la puerta. Magdalena necesita asistencia. ¿Acaso no soy médico?

Por las ventanas del aposento de Magdalena no salía ni un rayo de luz. En medio de la oscuridad en que estaba envuelto el edificio, tan sólo una ventana aparecía iluminada en aquella amplia fachada: la del doctor Avrigny. Amaury dirigió a ella su mirada, sintiendo en su pecho la inquietud de un vago remordimiento.

El amor intensísimo que Avrigny había profesado a su esposa, arrebatada a este mundo por la tisis, en la flor de su juventud, y que había cifrado más tarde en su única hija, unido al cariño casi paternal que Amaury le inspiraba, hacía que éste y Magdalena ni por pienso hubiesen nunca dudado de obtener su aquiescencia.

Auvray cumplió el encargo, y salió devanándose los sesos por atinar con la causa de aquella misantropía que de un modo tan brusco había hecho presa en el alma de su amigo. Este, perplejo y malhumorado, evocaba entretanto sus recuerdos, pugnando por explicarse la razón del extremado rigor que el señor de Avrigny había usado con él.

El señor de Avrigny, que sintiendo agravarse su enfermedad estos días me prohibió en absoluto comunicárselo a ustedes para no entristecerlos, dejó de existir ayer a las cuatro de la tarde. A aquella misma hora, Antoñita y Amaury habían recibido la bendición nupcial en la iglesia de Santa Cruz de Autin.

Dotado por la Naturaleza de elegancia, apostura y distinción, había recibido de su padre un apellido glorioso, cuyos méritos contraídos cerca de la monarquía habíanse acrecentado en las guerras del Imperio, y una fortuna que pasaba de millón y medio, confiada a la intachable administración del doctor Avrigny, uno de los médicos más renombrados de la época y amigo íntimo y muy antiguo de la familia de Leoville.

A ese paso no serás por mucho tiempo simple agregado; pronto te nombrarán primer secretario en Londres o en San Petersburgo, si así te engolfas en la ciencia de los Talleyrand y los Metternich haciendo compañía a una colegiala. Señor de Avrigny contestó Amaury con acento en el cual vibraban a la vez el amor filial y el orgullo herido.

Dentro de un mes, Amaury, el 1.º de agosto, me traerás a tu esposa y aquí pasaremos, como hoy, el día los tres juntos. En aquel instante, mientras Amaury y Antonia, muy emocionados contestaban al doctor cubriendo de besos y de lágrimas sus manos, se oyó un gran rumor en el vestíbulo y abriéndose la puerta de la estancia entró el criado José. ¿Quién viene ahora a molestarnos? preguntó Avrigny.

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