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Actualizado: 7 de julio de 2025


Y mi felicidad la ve en el apellido de Carlitos, en las estancias de Carlitos, en las casas de Carlitos, en las herencias que le van a caer a Carlitos de su abuela, de sus tías, de sus tíos, de no quién más... campos aquí y allá, media avenida Alvear, otro tanto en Callao y Florida, cien mil vacas, un millón de ovejas... ¡qué yo!

Al segundo encuentro, siempre en la avenida de las Palmeras, halló al renacuajo más simpático y distinguido; le miró con interés y se dijo que el primo debía valer un poquito más de lo que en su casa decían. Y Jacinto, aturdidamente, la dió detalles que ella no conocía: Te digo que es un excelente muchacho, el sostén de su padre y de la tía, y trabajador; estudia Derecho.

Más te querría si fueses ladrón; me parecerías más interesante... ¡Ay!, ¡me siento tan triste!... ¡tan triste! Estaban ahora en el Salón del Prado, alejados del movimiento de la gran calle, caminando entre macizos de verdura, por una avenida solitaria en cuyo suelo trazaban los focos de luz grandes redondeles blancos.

Cuando volvió la cabeza, Miguel se dijo que no la habría reconocido seguramente de encontrarla en otro lugar. Era una hermosa mujer, pero no se parecía á la que había visto por última vez en aquel «estudio» de la Avenida del Bosque, lleno de chinerías y malsanos perfumes. Varios años habían pasado por ella, y sin embargo parecía más fresca, más joven.

Ana ya va muy pálida; y las mulas, al olor del pesebre, vuelan camino arriba, bajo la bóveda de espesos almendros que llenan la avenida con sus hojas redondas y sus verdes frutas. Mucha, mucha alegría. Lucía también estaba alegre, aunque no estaba Juan allí.

¿Es el marido de usted? preguntó. . ¿Cree usted que nos ha visto? Lo ignoro. ¡Pero si nos ha visto, es un cobarde! Que les hubiera visto o no, el señor de Maurescamp entró tranquilamente en el castillo por la avenida más larga pero mejor del nuevo parque. Volvió a salir casi inmediatamente y pasó el resto del día inspeccionando sus plantaciones y el corte de sus bosques.

Un instante después desaparecíamos á galope corto por la avenida de los castaños, seguidos por el ruido de algunos aplausos, que el señor de Bevallan tuvo la buena inspiración de comenzar. Este incidente, por insignificante que fuese, no dejó, como pude notarlo esa misma noche, de realzar mi crédito en la opinión.

Y aquella mujer parecía una estatua de hielo, en medio de la involuntaria voluptuosidad que emanaba de todo su conjunto. Volvimos a tomar la gran Avenida. Fernanda y don Benito habían desaparecido. Alejandro, desde el pescante de nuestro coche, me hizo una seña que significaba que la pareja estaba allí. Y, en efecto, nos acercamos y Fernanda y don Benito estaban en el cupé.

Lubimoff fué avanzando, sin encontrar á nadie, y se le ocurrió que el hortelano debía ser un hombre acompañado por un perro con los que se había cruzado en la entrada de la avenida. Subió los cuatro peldaños de la casa. También aquí la puerta estaba entreabierta, y empujándola se vió en un recibimiento del que arrancaba la escalera para los pisos superiores. Nadie.

Indudablemente había ocurrido una desgracia. Y cuando todos, con un pesimismo contagioso, daban por segura la catástrofe, se produjo un movimiento general hacia la borda que enfrentaba al muelle. ¡Ya llegaban!... Salieron de la Avenida los tres automóviles a toda velocidad, y una vez junto a la verja, saltaron de sus asientos los pasajeros, yendo a todo correr hacia el buque.

Palabra del Dia

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