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Lucía quiso hablar; pero parecíale que un dogal muy suave, de seda, se ceñía a su garganta, estrangulándola cada vez más. De improviso la soltó Artegui; ella respiró, adosándose a la pared, aturdida.... Cuando miró en torno, no estaba en la habitación sino Gonzalvo, que leía entre dientes el telegrama, olvidado por su dueño sobre la mesa.

Lucía, desde el hueco de la ventana, observaba sus movimientos. Cuando vio que eran corridos hasta diez minutos sin que Artegui diese indicios de menearse ni de hablar, fuese aproximando quedito, y con voz tímida y pedigüeña, balbuceó: Señor de Artegui.... Alzó él el rostro. El velo de niebla cubría otra vez sus facciones. ¿Qué quiere usted? dijo broncamente. ¿Qué tiene usted?

Pues yo decía Perico a Pilar subí al cuarto de Artegui, porque la verdad, la verdad, me dio curiosidad cuando me dijeron que tenía una chica muy guapa, muy guapa, consigo. Claro que era para dar curiosidad a la mismísima estatua de Mendizábal, hombre.... Ese Artegui, a quien nunca se le conoció un mal trapicheo.... No, si es un raro, un raro. Riquísimo, y hace vida de fraile.

También él miraba a Lucía, con tal pena y lástima, que no lo pudo ella sufrir más, y corrió a la puerta. En el umbral, Artegui sondeó con la mirada las profundidades del jardín. ¿La acompaño a usted? dijo. No pase usted de ahí... apague la luz, cierre al punto la puerta.

En el tercer piso se detuvo, no sin algún sobrealiento, y abriendo las puertas de dos gabinetes contiguos, pero independientes, encendió con pajuelas las bujías colocadas, sobre la chimenea, y fuese. Artegui y Lucía permanecieron unos segundos callados, de pie, en la puerta de las habitaciones. Al fin pronunció él: Es natural que quiera usted lavarse y quitarse el polvo, y descansar un rato.

Alguna gente que pasaba volvía la cabeza, para oír el diálogo en irritada voz y extranjero idioma. Estamos dando espectáculo dijo Miranda . Vente. Internáronse por callejuelas excusadas, y guardaron silencio elocuente por espacio de algunos minutos. ¿Para quién era esa carta? interrogó al cabo el marido en voz breve. Para Don Ignacio Artegui contestó Lucía en tono reposado y firme.

Que vengan, que vengan a buscarte aquí. Como cierva herida a traición por una saeta, brincó Lucía al sonido de aquellas palabras, y abriendo los ojos y pasándose la mano por la frente, quedose de pie ante Artegui, mirando a todos lados, encendidas por súbito rubor las mejillas y clara ya la mirada y el entendimiento.

Sentíase Artegui tan dueño de la hora, del instante presente, que, desdeñoso y melancólico, contemplaba a Lucía como el viajero a la flor de la cual aparta su pie. Ni vinos, ni licores, ni blando calor de llama, eran ya bastantes para sacar de su apático sueño al pesimista: circulaba lenta en sus venas la sangre, y en las de Lucía giraba pronta, generosa y juvenil.

Descanse usted dijo con dulcísima voz Artegui, hablando blandamente, como se habla a los niños . Apoye usted la cabeza en el almohadón... ¿Quiere usted ..., alguna cosa? ¿Se siente usted mejor? No, descansar, descansar. Así... así... Lucía cerró los ojos, y recostándose en el diván, calló. Artegui la miraba ansioso, dilatadas las pupilas, y estremecido aún de sorpresa y de asombro.

Está usted triste, Lucia dijo Artegui a la niña afectuosamente. Un poco, Don Ignacio y Lucía arrancó del pecho doliente suspiro . Y usted tiene la culpa añadió en blando son de amenaza. ¿Yo? Usted, . ¿Por qué dice usted esas tonterías que no pueden ser? ¿Que no pueden ser? , señor. ¿Cómo es posible que no sea usted cristiano? Vamos, que no dice usted lo que siente.