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Actualizado: 14 de julio de 2025


Veuillez écouter, MessieursLuego, toma el anteojo de teatro, recorre las tribunas pobladas de señoras, hace sus saludos con la mano, recibe veinte cartas, habla con cuarenta diputados que suben a su asiento para apretarle la mano; y mientras lee, mira, habla, escribe o bosteza, agita sin reposo la incansable regla contra la mesa, y repite, de rato en rato, como para satisfacción de conciencia, su eterno «Veuillez écouter, Messieurs!», que los ujieres, como un eco, propagan por los cuatro ámbitos del semicírculo.

Al estrado tercero suben los valientes, a trescientos metros sobre la tierra y el mar, donde no se oye el ruido de la vida, y el aire, allá en la altura, parece que limpia y besa: abajo la ciudad se tiende, muda y desierta, como un mapa de relieve: veinte leguas de ríos que chispean, de valles iluminados, de montes de verde negruzco, se ven con el anteojo; sobre el estrado se levanta la campanilla, donde dos hombres, en su casa de cristal, estudian los animales del aire, la carrera de las estrellas, y el camino de los vientos.

Todavía son mas crueles los pesares secretòs que las miserias públicas; en una palabra, he visto tanto y he padecido tanto, que soy maniquéo. Cosas buenas hay, no obstante, replicó Candido. Podrá ser, decía Martin, mas no han llegado á mi noticia. En esta disputa estaban quando se oyéron descargas de artillería. De uno en otro instante crecia el estruendo, y todos se armáron de un anteojo.

Ello fue que alzarme del sitio que ocupaba y encontrarnos suspendidos en la atmósfera sobre Madrid, como el águila que se columpia en el aire buscando con vista penetrante su temerosa presa, fue obra de un instante. Entonces vi al través de los tejados, como pudiera al través del vidrio de un excelente anteojo de larga vista. Mira me dijo mi extraño cicerone. ¿Qué ves en esa casa?

¿No le parece, señor, que han de venir por allí? decía un hombre a otro que, valido de un pequeño anteojo de larga vista, interrogaba el horizonte con majestad. El interpelado no contestaba nada, y parecía resuelto a emplear la más estudiada reserva con su interlocutor, que se mostraba sumamente interesado en trabar relación con él. ¿Es telescopio ese? insistió el oficioso.

Pues oye también el último ¡ay! del moribundo, que va a la eternidad, mientras que el doctor corre a embromar a otro con su disfraz de sabio... Ven a ese otro barrio. ¿Qué es eso? Un duelo. ¿Ves esas caras tan compungidas? . Míralas con este anteojo. ¡Cielos! La alegría rebosa dentro, y cuenta los días que el decoro le podrá impedir salir al exterior.

Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; , señor, la había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más?

El viejo, con su gorra calada hasta las orejas, envuelto en el sudeste, se asomaba a una de las ventanas de la atalaya. Tenía la bocina en una mano y el anteojo en la otra. No estaba contento; preveía una catástrofe. Estos pescadores son unos brutos murmuró . Quieren salir, haga buen tiempo o malo. Sin comprender que vale más pasar apuros que no quedar sepultado entre las olas.

El calavera de buen tono, es el tipo de la civilización, el emblema del siglo XIX. Perteneciendo a la primera clase de la sociedad, o debiendo a su mérito y a su carácter la introducción en ella, ha recibido una educación esmerada; dibuja con primor y toca un instrumento: filarmónico nato, dirige el aplauso en la Opera, y le dirige siempre a la más graciosa, a la más sentimental: más de una mala cantatriz le es deudora de su boga: se ríe de los actores españoles, y acaudilla las silbas contra el verso: sus carcajadas se oyen en el teatro a larga distancia; por el sonido se le encuentra; reside en la luneta al principio del espectáculo, donde entra tarde en el paso más crítico, y del cual se va temprano; recorre los palcos, donde habla muy alto, y rara noche se olvida de aparecer un momento por la tertulia a asestar su doble anteojo a la banda opuesta.

Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera.

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