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En esta distinción me fundo a veces para dar fuerza a mis escrúpulos y mortificarme. Porque yo me digo: si amo la hermosura de las cosas terrenales tales como ellas son, y si la amo con exceso, es idolatría; debo amarla como signo, como representación de una hermosura oculta y divina, que vale mil veces más, que es incomparablemente superior en todo. Hace pocos días cumplí veintidós años.

»¿Conque, el doctor Avrigny está en camino de desligarse de la mísera existencia antes que yo? ¡Siempre ese hombre me ha de aventajar en todo! ¡Magdalena nos aguardaba a los dos y el que pretendía amarla con más vehemencia será el último en reunirse con ella!

He sido para la fe soldado leal y amante sin falsía; al dejar de amarla no he querido mentirla, que el corazón luego desprecia lo que prostituye. Plegaria que la vacilación suspende, frase de cariño que con el pensamiento se aquilata, ni entrañan fervor, ni acusan sentimiento.

Cualquier día levantaría ella el vuelo; lo había dicho muchas veces, se marcharía pronto, cuando terminase la primavera. ¿Qué le quedaba a él?... Obedecer a su madre; se casaría y tal vez esto le distrajese. Poco a poco iría creciendo su afecto por Remedios y tal vez llegase a amarla con el tiempo. Estas reflexiones le daban un poco de tranquilidad; le sumían en una inconsciencia agradable.

No tengo palabras para poder dar una idea adecuada de las emociones encontradas que destrozaban mi corazón, ni cómo lo torturaban cruelmente. Hasta ese momento había estado bajo mi protección, pero, ahora que ya sabía que era la esposa de otro, no tenía derecho para ejercer contralor sobre sus actos, no tenía derecho para admirarla, ni tampoco lo tenía para amarla.

Mi tío me abrazó, pero al sentir su pecho sobre el mío, yo hubiera deseado que no lo hubiera hecho. Sentía vergüenza de mismo; deseos de desprenderme de él, de no verlo, de no haberlo conocido. ¿Amaba a Blanca? No: ¡qué diablo! no la amaba, no la había amado nunca, no habría podido amarla y menos desde aquel día.

El bufón se detuvo como devorando con cierto placer maligno la ansiedad del padre Aliaga. ¿De quién? dijo el fraile con impaciencia. De cierto mancebo á quien ha hecho capitán la reina con vuestro dinero. El padre Aliaga sintió el golpe en medio del corazón; se estremeció. ¿Y ama el señor Juan Montiño á Dorotea? Debe amarla, porque le ama ella: pero si no la ama, y la engaña, peor para él.

JULIA. ¡Dejemos en paz a Dios...! ¿Usted tiene empeño en ser feliz con un ciudadano al que ha aceptado a ojos cerrados...? Nada más sencillo, si usted acierta a conducirse bien. En primer lugar, ¿lo ama usted? DORA. ¡Oh! ¡Ya lo creo...! ¡Estoy segura de ello...! JULIA. El, por su parte, debe amarla. Sin duda, para casarse con usted, ha sacrificado algunos afectos que estimaba en mucho.

Eres lazo de cazadores, la digo; tu corazón es red engañosa y tus manos redes que atan: quien ama a Dios huirá de ti, y el pecador será por ti aprisionado. Meditando sobre el amor, hallo mil motivos para amar a Dios y no amarla. Siento en el fondo de mi corazón una inefable energía que me convence de que yo lo despreciaría todo por el amor de Dios: la fama, la honra, el poder y el imperio.

Su viaje le había servido para convencerle del absoluto olvido que su amor generoso merecía á la hija del guarda, de la ciega pasión que ésta había concebido por el majo de Medina. Y, sin embargo, aunque lo mereciese, le era imposible despreciarla, ni aun dejar de amarla.