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Actualizado: 11 de mayo de 2025


Los que subían o bajaban, al pasar por la tienda abandonada echaban una mirada a los desiertos estantes y al escaparate cubierto de polvo y cerrado por fuera con tablas viejas y desvencijadas. Sobre el mostrador, pintado de color de chocolate, un velón de petróleo alumbraba malamente el triste almacén cuya desnudez daba frío.

Oía misa todos los días, confesábase a menudo, aunque no tanto como sus amigos pretendían; alumbraba con un cirio en las procesiones o llevaba en hombros alguna imagen cuando los estatutos de la cofradía en que estaba inscrito lo exigían. Era amigo de todos los clérigos, con quienes departía familiarmente en las sacristías.

Sobre ambos, un farol de gas alumbraba con rojiza luz aquella escena indefinible en que la necesidad desesperada, de un lado y la integridad vacilante de otro, se batían con furor. ¡Dinero y hermosura, sois los dos filos de la espada de Satanás! «Soy pobre repitió Miquis, haciendo un esfuerzo ; vete a París. ¡Augusto!». Augusto sintió cólera.

El centelleo de muchos papelotes todavía ardiendo, alumbraba mi cuarto; yo estaba de pie con la carta en la mano, como un hombre que se ahoga y aferra a una cuerda rota; por casualidad entró Oliverio. Al ver aquel montón de cenizas humeantes comprendió y dirigió una rápida mirada a la carta. ¿Están buenos en Nièvres? me preguntó fríamente.

Preguntó el jayán que alumbraba quienes eran los de afuera; respondieron éstos cumplidamente, y los hizo entrar en una corralada, donde fueron recibidos por un perrazo que se adivinaba por los feroces ladridos, que no cesaban un punto, y por el crujir de la cadena con que estaba amarrado, pues la luz del farol no alcanzaba tres varas más allá del hombre que le sostenía.

Todo el día te he visto preocupado, tristón... ¿qué pasa? La lamparilla del techo que alumbraba dos departamentos, apenas rompía las tinieblas de aquel coche que parecía caja de muerto. Frígilis no podía ver bien el rostro de don Víctor, pero le oyó, de repente, llorar como un chiquillo, y sintió la cabeza fuerte y blanca de Quintanar apoyada en el hombro del amigo.

Vestía levita de paño oscuro, pantalón ceñido con trabillas, chaleco de terciopelo labrado y alto cuello de camisa con corbatín de suela: sobre la cabeza un gorro de terciopelo. Allá lejos, arrimadas á la puerta de su huerta, acertó á ver dos zagalas á quienes la luz de la hoguera iluminaba el rostro de lleno. Ningún otro alumbraba más hermoso en aquel momento.

La luna resplandecia en lo alto del horizonte; pero no alumbraba sino los techos de sus viejos monumentos: sus estrechas y tortuosas calles estaban casi todas cercadas de tinieblas.

Después de media hora de silencio, notando que la tranquilidad de la casa era completa, saltó de la cama, descalza, para no hacer ruido; tomó la bujía encendida que alumbraba apenas la habitación y acercándose con ella a la cuna de la niña, notó que ésta dormía tranquilamente; dejó la luz como tenía de costumbre, y abriendo suavemente la puerta del aposento que daba sobre el corredor, y cuya cerradura había tenido cuidado de enaceitar para que no hiciese ruido, salió en puntas de pie llevando en una mano un par de botines de raso y suspendiendo en la otra nada menos que el dominó con que Blanca había asistido disfrazada la primer noche de carnaval al baile del Club del Progreso.

En la cámara mortuoria ardían tres gruesos cirios, y otro, muy fino, alumbraba el breviario que leía en alta voz una monja llamada para velar al muerto. Había mucha luz en la estancia; el aire estaba impregnado de olor a incienso. Cuando entró Pomerantzev, su cuerpo proyectó sobre el suelo y sobre las paredes algunas sombras vacilantes.

Palabra del Dia

ancona

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