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Actualizado: 11 de mayo de 2025


Por la mañana el rocío dejaba brillantes gotas sobre mis cabellos; al mediodía el sol tostaba mi rostro; por la tarde, cuando el crepúsculo descendía de lo alto del cielo, tornaba al hogar por el sendero de la montaña y el disco azulado de la luna alumbraba mis pasos.

Los guerrilleros, en fila, con el fusil a la espalda, marchaban por lo alto del talud, y el doctor, a caballo, iba por el camino en trinchera, abriéndose paso por entre las ramas de los árboles, proyectando su negra sombra sobre el sendero profundo, y la Luna alumbraba los alrededores.

El sol de Junio alumbraba y quemaba en la plaza a unos cuantos niños medio desnudos que jugaban arrastrándose por el suelo. Andrés la atravesó lentamente, como quien marcha a la ventura, y fue a salir por el extremo opuesto de la aldea. Allí se abría una cañada que iba a la montaña, por donde bajaba un arroyo tributario del río de las Brañas.

Aguardé a que entraran en su casa, y poco después me decidí a llamar. Había obscurecido. El viejo alto que trabajaba en la huerta me indicó que pasara. Entré. Una lámpara de aceite alumbraba un cuarto pequeño y modesto, que tenía un armario con cortinillas blancas.

Abrió entre sus manos grasas y carnudas un libro cuyas páginas alumbraba un monigote con un cirio, y eruptó sobre el cadáver en latín bárbaro y gangoso algunos rezos con la pasmosa inconsciencia de un loro.

Encontrábanse con sus desconocidos; como en el teatro, asistían diariamente a la representación de dramas llamados por los reporteros «dramas judiciales» . Era agradable ver al público, oír el ruido de las voces en los corredores, mezclarse con aquella multitud agitada. El buffet estaba muy animado. Lo alumbraba ya la luz eléctrica, y sobre el mostrador veíanse cosas muy apetitosas.

Me escondí la cara entre las manos: la vergüenza se apoderaba de tan violentamente, que tuve miedo de la luz que me alumbraba. «¡Dale esas cartasme gritó repentinamente una voz, y me lo gritó tan alto y con tanta claridad, que me pareció que era la tempestad la que me había lanzado esas palabras al oído. Entonces tuve que sostener una lucha terrible.

La turbia claridad que bajaba de las nubes alumbraba apenas el libro. Ramiro leía por tercera vez el mismo pasaje de «La vanidad del mundo»: «Si fingiéramos que la tierra estuviese en el cielo estrellado y la tornase Dios clara como una de las estrellas, no se podría de acá abajo divisar por su pequeñez.

Convinimos, a mis ruegos, en que por aquella noche quedaran las cosas como estaban, cenando en adelante en la perezosa y dejando la mesa del salón para la comida del mediodía; bajóse de su pedestal don Pedro Nolasco, y salimos de la cocina los cuatro comensales en ringlera, siguiendo a Tona que nos alumbraba el camino con el candil que había descolgado de la campana de la chimenea.

Entonces se precipitó y penetró en el zaguán. El farol, que lo alumbraba de diario, daba poquísima luz aquella noche. No bien entró D. Luis en el zaguán, una mano, mejor diremos una garra, le asió por el brazo derecho. Era Antoñona, que dijo en voz baja: ¡Diantre de colegial, ingrato, desaborido, mostrenco!

Palabra del Dia

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