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El nombre de aquéllas, por orden de edades, era el siguiente: Jovita, Micaela, Socorro y Emilita. Eran las cuatro, en apariencia, seres insignificantes, ni hermosas ni feas, ni graciosas ni desgraciadas, ni muy jóvenes ni viejas, ni tristes ni risueñas. Nada había en ellas que fijase la atención. No obstante, en el seno del hogar el carácter de cada cual se pronunciaba y adquiría relieve.

En los comercios para pobres, que ocupan casi toda la calle de la Ruda, también tenía buenas amistades y relaciones, y con poquísimo dinero, o sin ninguno a veces, tomando al fiado, adquiría huevos chicos, rotos y viejos, puñados de garbanzos o lentejas, azúcar morena de restos de almacén, y diversas porquerías que presentaba a la señora como artículo de mediana clase.

El verde obscuro de las coniferas, después de algunos días de lluvia, adquiría tonos claros merced a los retoños que apuntaban en la cima de las ramas; en cambio la escarcha los marchitaba instantáneamente.

Pesaban sobre ella tres hipotecas, y cuando los acreedores se repartieron el producto de su venta no quedó á don Carlos otro recurso que alejarse de la parte más civilizada de la Argentina, instalándose en Río Negro, donde era poseedor de cuatro leguas de tierra compradas en sus tiempos de abundancia, por un capricho, sin saber ciertamente lo que adquiría.

Pero aún en los momentos en que la voz del ministro adquiría más fuerza y vigor, ascendiendo de una manera irresistible, con mayor amplitud y volumen, llenando la iglesia de tal modo que parecía querer abrirse paso al través de las paredes y difundirse en los espacios, aún entonces, si el oyente prestaba cuidadosa atención, con ese objeto determinado, podía descubrir también el mismo grito de dolor. ¿Qué era eso?

Adquiría todo esto tanta belleza muriendo la tarde y bajo el oro del otoño, que se ponían ellas pensativas. Adriana, ansiosa de amor, imaginaba idilios con Julio. Entraban luego, cerraban las persianas y encendían las luces.

Al entrar en las piezas ocupadas por el populacho doloroso, se transfiguraban, animando con su regocijo el ambiente cargado de lamentos, de perfume de drogas y hedor de carnes rotas. El recuerdo de madres y novias adquiría mayor relieve al ser evocado por sus labios.

Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. Sobre el cielo pálido y frío, sus siluetas se destacaban en negro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del sol, adquiría a esa hora crepuscular una transparencia casi fúnebre.

Adquiría por el simple placer de adquirir, y para ella no había mayor gusto que hacer una excursión de tiendas y entrar luego en la casa cargada de cosas que, aunque no estaban demás, no eran de una necesidad absoluta. Pero no se salía nunca del límite que le marcaban sus medios de fortuna, y en esto precisamente estaba su magistral arte de marchante rica.

Su rostro, de ingenua expresión, algo aniñado, sólo adquiría cierta respetabilidad viril gracias á un bigote rubio obscuro, recortado como un cepillo de dientes. Este exiguo bigote y la raya correcta que partía sus cabellos en dos masas idénticas y lustrosas eran los detalles más visibles de su fisonomía en momentos de tranquilidad.