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Actualizado: 18 de mayo de 2025
Un movimiento de alegre sorpresa del populacho acogió esta maniobra. El momento supremo, la muerte del toro, iba a desarrollarse bajo sus ojos, y no a gran distancia, como ocurría casi siempre, para comodidad de los ricos que se sentaban en la sombra. La fiera, al quedar sola en este lado de la plaza, acometió el cadáver de un caballo.
Aunque evidentemente conmovida Beatriz ante esta insinuación inesperada, la acogió sin protestas y hasta sin objeciones. Quizás en el fondo de su alma turbada, empezaba a desconfiar de su propia constancia deseando así que una mano potente viniese a salvarla de esa lucha que cada día más presentábase a ella como más dolorosa, como más imposible.
La madre acogió el casi infantil idilio con afable complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco, sonriendo sin cesar, y mirándose infinitamente. La despedida fué breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio de cordura que le quedaba, cortando su carrera tras ella. Volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él? "¡Oh, no volver yo!"
Después quise catequizar a la muchacha que conducía al colegio unas niñas, y me acogió muy bien mientras supuso que estaba prendado de sus gracias; mas en cuanto le manifesté tímida y veladamente mi pensamiento, me soltó una rociada de injurias y denuestos, que sólo mi paciencia, que es muy grande, pudo tolerar.
Cuando el payés se levantó para marcharse, Febrer, que estaba junto a la puerta, distinguió cerca de la alquería al Capellanet, y esto trajo a su memoria el deseo del muchacho. Si a Pep no le molestaba su petición, podía dejar al atlot para que le acompañase en la torre. Pero el padre acogió su ruego ásperamente. No, don Jaime. Si necesitaba compañía, allí estaba él, que era un hombre.
Usaba don Pompeyo en casa bata de cuadros azules y blancos, en forma de tablero de damas. Acogió a los comisionados con la amabilidad que le distinguía y ocultando mal la sorpresa. «¿A qué vendrían aquellos señores? ¿Querrían darle alguna broma? No lo esperaba». De todos modos el ver allí al hijo del marqués de Vegallana le inundaba el alma de alegría, aunque él no quisiera reconocerlo.
Y, tomando la delantera a caballo don Quijote, con la lanza sobre el brazo y bien cubierto de su escudo, se hacía dar lugar de todos. Sancho, a quien jamás pluguieron ni solazaron semejantes fechurías, se acogió a las tinajas, donde había sacado su agradable espuma, pareciéndole aquel lugar como sagrado, que había de ser tenido en respeto.
Tenía ella demasiado talento y orgullo para mostrarse herida de la corta plática que acababa de tener con su antigua novia. Le acogió con la misma sonrisa, dirigiole la palabra con su habitual y afectada ligereza, y no se acordó ni del nombre de Fernanda. Pero sus labios pálidos se contraían de coraje cada vez que le veía volver los ojos hacia aquélla. Y el incauto lo hacía amenudo.
Era cosa de padre, ¿verdad? ¿Se había decidido, por fin, a buscarlos? ¿Iba a presentarse de un momento a otro?... Los rodeos que empleó Isidro para contestar aguzaron su instinto. En un momento columbró la verdad. No digas más, Isidro murmuró . No te esfuerces: no temas por mí. Yo soy fuerte. ¿Es que lo han matado en el bosque?... Acogió con serenidad la trágica noticia.
En la plaza de la Constitución vio a don Eugenio, que miraba de lejos el milacre, apoyado en el viejo bastón y mostrando su carita de pascua por el embozo de su capa azul, que no abandonaba hasta bien entrado el verano. El pobre señor acogió a Juanito con una sonrisa de gozo. ¡Hombre, cuánto me alegro de verte...! Tú no tendrás quehacer, ¿verdad?
Palabra del Dia
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