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Actualizado: 29 de junio de 2025


»Cuando Manuel marchó al Havre para embarcarse, me rogó que recibiese cuantas cartas llegasen para él. «Casi todas me dijo serán de negocios; las abres y contestas según instrucciones que luego te daré.» Y después, enseñándome el sobre de una escrita por Felisa, añadió: «Las que tengan esta letra me las guardasCon posterioridad a su partida llegaron varias que conocí ser de ella, y las guardé: luego faltaron, y como hace tres días recibí la de V., y la letra del sobre en nada se parece a la de Felisa, claro está, la abrí y leí.

¿Que aquí está mi señora Ana? Aunque lo deje todo, vamos, que quiero hacer lo que estoy obligado. Abrí los ojos oyendo que no había comido. Fuime con él y empecéle a contar que una mujercilla que él había querido mucho en Alcalá sabía yo dónde estaba, y que le podía dar entrada en su casa. Pegósele luego al alma el envite, que fue industria tratarle de cosa de gusto.

Se marchó y yo me quedé como desvanecida en un sofá, con la cabeza en los cojines, dando vueltas al veneno que había vertido en mi pensamiento aquel monstruo que, según he visto claramente después, lo había combinado todo para impulsarme á un acto de suprema demencia. Un campanillazo me sacó de mi sopor y me hizo poner en pie. Miré el reloj y eran las siete. Abrí y vi á Juana.

Sus gritos horrorosos ya no sirvieron sino para sacarme de aquel enajenamiento mortal... abrí los ojos, los tendí a todas partes... la hoguera consumía una víctima, y el hijo del Conde estaba allí. MANRIQUE. ¡Desgraciada! AZUCENA. Había quemado a mi hijo. MANRIQUE. ¡Vuestro hijo! ¿Pues quién soy yo, quién?... Todo lo veo.

Y se retiró, retrocediendo, con el cuerpo inclinado respetuosamente. Entonces abrí de par en par la ventana, y, asomando la cabeza, respiré el aire cálido, como un corzo cansado. Después miré hacia abajo, hacia la calle, donde la burguesía, saliendo de misa pululaba entre dos filas de carruajes.

Me retiré a mi aposento, cambié lentamente el traje negro que me había puesto para la ceremonia por el de casa, dejé pasar, con una impaciencia mortal algún tiempo, y luego abrí silenciosamente la puerta de escape de mi alcoba, y me acerqué, sin causar el más leve ruido, a la otra puerta de escape del dormitorio de Amparo.

»Sentí entonces escaparse de sus labios un tenue suspiro; su corazón no había cesado de latir... Vivía todavía. Abrí las ventanas, y un aire puro refrescó la habitación y logró reanimarle. Le hice respirar un pomo, y por fin abrió los ojos; mi nombre fue la primera palabra que pronunciaron sus labios, y levantó la cabeza, que tenía apoyada sobre mi pecho. »¿Dónde estoy? preguntó.

Yo, que siempre guardé el comun decoro En las cosas dormidas y despiertas, Pues no soy Troglodita ni soy Moro; De par en par del alma abrí las puertas, Y dexé entrar al sueño por los ojos Con premisas de gloria y gusto ciertas. Gocé durmiendo quatro mil despojos, Que los conté sin que faltase alguno, De gustos que acudieron á manojos.

Incapaz de resistirla, sintiendo que todo se eclipsaba ante la inmensidad del interés despertado en por los asuntos de dos o tres personas que no habían de decidir la suerte del mundo, tomé la carta, la abrí sin reparar en lo vituperable de esta acción, y al punto la devoré con los ojos, leyendo lo siguiente: «Señora Condesa: Vuestra carta me anuncia que nada puedo esperar de vos por los honrados medios que os he propuesto.

Volví a ver los hombres de nuevo, grandes como no son; y abrí los ojos buscando mi cicerone. No vi nada, sino el gran cuasi por todas partes. Es cosa generalmente reconocida que el hombre es animal social, y yo, que no concibo que las cosas puedan ser sino del modo que son; yo, que no creo que pueda suceder sino lo que sucede, no trato por consiguiente de negarlo.

Palabra del Dia

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