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Canelo iba delante de él, loco de inquietud, olfateando en el suelo y en el aire, batiéndose los ijares con el rabo y con medio palmo de lengua fuera de la boca cuando no latía. Chorcos no estaba menos sobreexcitado que el sabueso, y seguía a Chisco pisándole casi los tarugos traseros de sus abarcas.

Recuerdo que el sonido de las herraduras de los caballejos y el de los tarugos de Chisco sobre las lastras de la subida, juntamente con el murmullo de las cristalinas aguas de la vadera, no me impresionaba en el espíritu, sino en el cuerpo: me daba frío. Hasta tal punto llevaba yo pervertidas las sensaciones por obra del tedio y del cansancio.

En el cercado inmediato estaba el solariego con el traje basto y las abarcas de tarugos, segando a más y mejor un retoño que parecía terciopelo salpicado de brillantes; y detrás de él iba otro segador que por más que menudeaba las «cambadas» en»«la faja de prado que le correspondía, no lograba picarle las almadreñas. Con tal empuje y tal soltura «tiraba» el dalle el solariego.

No había nada como ello para andar sobre la nieve sin que se hundieran los pies ni se formaran pellas entre los tarugos.

Me pareció aquella empresa harto más alta que la mía de la antevíspera, no sólo por la calidad del enemigo, sino por la grandeza de los fines, y pedí a la mujer gris algunos informes sobre la manera de llevarlo a cabo. Iban los expedicionarios provistos, ante todo, de «barajones», unas tablas con tres agujeros cada una, en los cuales se meten los tarugos de las abarcas.

Representaba cincuenta años, bien corridos; tenía buen color, la cabeza muy poblada de pelo alborotado y recio, la cara pequeña y enjuta, y aún parecía más chica de lo que era, por lo espeso de la barba que le ocupaba la mitad; la barba y el pelo, empezando a encanecer; la frente ancha, y destacado el entrecejo; la nariz curva, y la mirada de sus ojuelos verdes, firme y escrutadora; cara, en fin, cervantesca y un tanto «aquijotada». Daba grandes pasos con sus largas piernas al dirigirse a nosotros que le salimos al encuentro, y balanceaba el cuerpo, nervudo y cenceño y algo inclinado hacia adelante, al compás de las zancadas; vestía un traje modesto de paño obscuro, fuerte y barato, y calzaba abarcas de tarugos.

Y mientras se hacen éstos ó parecidos comentarios entre la gente, va pasando la cabaña y entrando en el gran cercado, hasta que llegan, cerrando la marcha, el toro, los terneritos, los perros y los pastores: el toro con sus ojeras blancas sobre una cara negra y lustrosa como el terciopelo, ondeando con cierta vanidad la piel, que casi le arrastra, de su robusto cuello; los becerritos con su pelo rizoso y bermejo y su carita expresiva, pisando con miedo, y rendidos de cansancio; los perros con su piel blanca con manchas negras, andando al pie de los terneros y mirando á todas partes con un gestecillo que parece decir: «al que los toque en el pelo, nos le merendamos»; por último, los pastores con abarcas de tarugos, garrote nudoso, y al hombro, además del morral y la chaqueta, un ternero recién nacido, que nunca suele faltar.

Chisco me precedía trepando sosegadamente por derecho, garantido por sus tarugos contra los resbalones de que no se libraba el caballo que conducía de las riendas, cuando pisaba sobre el atusado ramaje de los brezos.

Calzaba abarcas de tres tarugos sobre escarpines de paño pardo, y por debajo del hongo deformado con que cubría la abultada cabeza, caían largos mechones de pelo áspero y entrerrubio, casi el color de su cara sanota y agradable, cuyo defecto único era la mandíbula inferior más saliente que la otra, como la de nuestros Príncipes de la casa de Austria.