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No sólo había perdido grandemente en el aspecto general de su persona, en su aire distinguido y decoroso, sino que su misma hermosura había padecido bastante, a causa del decaimiento general, y más aún del chirlo que tenía en la mandíbula inferior, bajo la oreja izquierda. Estaba ella planchando unas chambras, y la ligereza de su vestido permitía ver sus bellas formas enflaquecidas.

Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi vez!

Cerraron los párpados a Novillo, le sujetaron la mandíbula con un pañuelo, le entretejieron los dedos de las manos, y todos de rodillas, condolidos, tocados de lástima y simpatía, rezaron brevemente.

El delirio de la fiebre empujaba al enfermo por extraños mundos, donde no persistía la más leve forma de realidad. Se veía otra vez en su torre solitaria. El sombrío cubo ya no era de piedra: estaba formado de cráneos, unidos como bloques, por una argamasa hecha de polvo de huesos. De huesos eran también la colina y los peñascos de la costa, y blancos esqueletos las líneas de espuma que coronaban las rompientes del mar. Todo cuanto abarcaba la vista, árboles y montes, buques e islas lejanas, estaba osificado, con una blancura deslumbradora de paisaje glacial. Cráneos con alas, parecidos a los querubines de los cuadros religiosos, revoloteaban en el espacio, lanzando por su mandíbula caída roncos himnos a la gran divinidad que lo llenaba todo con los bullones de su sudario y cuya cabeza de hueso se perdía en las nubes.

¡Señor alférez! ¡Señor capitán! grita Carmelita toda temblorosa, agitando los brazos, la mandíbula inferior, desdentada, batiendo contra la superior, desdentada también, con un estremecimiento particular. ¡Señor capitán, téngase por Dios! ¡Por la Virgen del Amor Hermoso!... ¡Pare! ¡pare!... ¡pare! ¡Sooó! exclama Paco. Pero el capitán es sueco y sigue apretando.

Verdaderamente, mi facha no es para acompañar á una señorita. Usted va á venir conmigo, y yo no dónde meterla, pues las ropas ligeras que me cubren en este momento carecen de bolsillos. Quedó en actitud reflexiva, acariciándose la mandíbula inferior con la mano que tenía libre, mientras sostenía á la joven en la palma de la mano opuesta. ¿Se siente usted capaz de viajar montada en mi cabeza?

Aquel cuerpo fornido e incansable; aquellas guedejas estoposas, aquel palo pinto, que en su diestra remedaba un venablo; aquel paraguas azul que, bajo su brazo izquierdo, podía tomarse por un haz de flechas envenenadas; aquella mandíbula saliente; aquel mirar poderoso e imperturbable; aquella faz montuna y atezada... ¡oh! escarbando un poco en todo aquello, no había duda, resultaba el cántabro primitivo.

Sebastián y Marta, cada vez que recordaban la entrada triunfal de Bonis en medio de las dos aldeanas de ubres ostentosas, se desternillaban de risa. Según Marta, aquello era demasiado, y ya no cabía disimulo. Había que reír a mandíbula batiente. Y se reían.

Un día, en momentos de intimidad, bastó una caricia algo ruda de sus manos de luchador para despertar la furia de aquella mujer que atraía al hombre y lo odiaba al mismo tiempo. «¡Toma!» Y su diestra, cerrada y dura como una maza, dio un golpe de abajo arriba en la mandíbula del espada, con una seguridad que parecía obedecer a determinadas reglas de esgrima.

La mandíbula batallaba con el chupón; la dentellada cortante y sólida, con la mucosidad fosforescente que resbala y huye; el golpe de cabeza demoledor como un ariete, con el latigazo de los tentáculos, más gruesos y pesados que la trompa del elefante.