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Mucho diera por ver un ente tan raro, dixo Martin. Sin mas dilación mandó Candido á pedir licencia al señor Pococurante para hacerle una visita el dia siguiente. Que da cuenta de la visita que hiciéron Martin y Candido al señor Pococurante, noble veneciano. Emarcaronse Candido y Martin en una gondola, y fuéron por el Brenta al palacio del noble Pococurante.

Máxîmas hay en él, dixo Pococurante, que pueden ser útiles á un hombre de mundo, y que reducidas á enérgicos versos se graban con facilidad en la memoria; pero no me curo ni de su viage á Brindis, ni de su descripcion de una mala comida, ni de la disputa digna de unos mozos de esquina entre no qué Rupilo, cuyas razones, dice, estaban llenas de podre, y las de su contrincante llenas de vinagre.

Despidiéronse en fin ámbos curiosos de Su Excelencia, y al volverse á su casa dixo Candido á Martin: Confiese vm. que el señor Pococurante es el mas feliz de los humanos, porque es un hombre superior á todo quanto tiene. ¿Pues no considera vm., dixo Martin, que está aburrido de quanto tiene?

Convengo, dixo Pococurante, en que el segundo, el quarto y el sexto libro de su Eneyda son excelentes; mas por lo que hace á su pío Eneas, al fuerte Cloanto, al amigo Acates, al niño Ascanio, al tonto del rey Latino, á la zafia Amata, y á la insulsa Lavinia, creo que no hay cosa mas fria ni mas desagradable: y mas me gusta el Taso, y las novelas para arrullar criaturas del Ariosto.

Verdad es que pesándolo todo, mas feliz suerte que la del Dux es la del gondolero; pero es tan poca la diferencia, que no merece la pena de un detenido exâmen. Me han hablado, dixo Candido, del senador Pococurante, que vive en ese suntuoso palacio situado sobre el Brenta, y que agasaja mucho á los forasteros; y dicen que es un hombre que nunca ha sabido qué cosa sea tener pesadumbre.

Reparando Candido en un Milton, le preguntó si tenia por un hombre sublime á este autor. ¿A quién? dixo Pococurante: ¿á ese bárbaro que en diez libros de duros versos ha hecho un prolixo comento del Génesis? ¿á ese zafio imitador de los Griegos, que desfigura la creacion, y miéntras que pinta Moises al eterno Ser criando el mundo por su palabra, hace que coja el Mesías en un armario del cielo un inmenso compás para trazar su obra? ¡Yo, estimar á quien ha echado á perder el infierno y el diablo del Taso; á quien disfraza á Lucifer, unas veces de sapo, otras de pigmeo, le hace repetir cien veces las mismas razones, y disputar sobre teología; á quien imitando seriamente la cómica invencion de las armas de fuego del Ariosto, representa á los diablos tirando cañonazos en el cielo!

Candido estaba muy afligido con estas razones, porque respetaba á Homero, y no le desagradaba Milton. ¡Ay! dixo en voz baxa á Martin, mucho me temo que profese este hombre un profundo desprecio á nuestros poetas tudescos. Poco inconveniente seria, replicó Martin. ¡O qué hombre tan superior, decía entre dientes Candido, qué ingenio tan divino este Pococurante! ninguna cosa le agrada.

Hecho el escrutinio de todos los libros, baxáron al jardín, y Candido alabó mucho todas sus preciosidades. No hay una cosa de peor gusto, dixo Pococurante, aquí no tenemos otra cosa que fruslerías; bien es que mañana voy á disponer que me planten otro por un estilo mas noble.

Candido, que se habia criado no juzgando de nada por propio, estaba muy atónito con todo quanto oía; y á Martin le parecía el modo de pensar de Pococurante muy conforme á razón. ¡Ha! aquí hay un Cicerón, dixo Candido: sin duda no se cansa Vueselencia de leerle. Nunca le leo, respondió el Veneciano. ¿Qué tengo yo con que haya defendido á Rabirio ó á Cluencio?

que lo habría, dixo Pococurante, si uno de los autores de ese fárrago hubiese inventado siquiera el arte de hacer alfileres; pero en todos esos libros no se hallan mas que sistemas vanos, y ninguna cosa útil. ¡Quantas composiciones teatrales estoy viendo, dixo Candido, en italiano, en castellano y en francés! Así es verdad, dixo el senador; de tres mil pasan, y no hay treinta buenas.