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Se hablaba aún de talegas, y la operación de contar cualquier cantidad era obra para que la desempeñara Pitágoras u otro gran aritmético, pues con los doblones y ochentines, las pesetas catalanas, los duros españoles, los de veintiuno y cuartillo, las onzas, las pesetas columnarias y las monedas macuquinas, se armaba un belén espantoso.

Tras dellos viene una silla de manos, bordada de trofeos, para las visitas de la Fortuna; los silleros son Pitágoras, Diógenes, Aristóteles, Platón, y otros filósofos para remudar, con camisolas y calzones de tela de nácar, herrados los rostros con eses y clavos . Aquellos que vienen agora de tres en tres, sobre tumbas enlutadas, a la jineta y a la brida, son médicos de la cámara y de la familia, boticarios y barberos de la Fortuna.

Aquello que se llamaba en los libros la poesía, se le había muerto a él años atrás; ya lo creo, hacía muchos años.... ¡Las estrellas! ¡qué pocas veces las había mirado con atención desde que era canónigo!... De Pas se detuvo, se descubrió, limpió el sudor de la frente y se quedó mirando a los astros que brillaban sobre su cabeza sumidos en el abismo de lo alto. «Tenía razón Pitágoras; parecía que cantaban». En aquel silencio oía los latidos de la sangre de su cabeza... y también se le figuró oír otro ruido... así como de campanillas que sonasen muy lejos.... ¿Eran ellos? ¿Eran los coches que volvían?

Las habas, a pesar del anatema de Pitágoras, que tal vez las condenó como afrodisíacas, son el principal alimento de los campesinos de mi tierra. El guiso en que las preparan, llamado por excelencia cocina, es riquísimo.

Para que la mayoría de los hombres no se sientan inclinados a expulsar a las golondrinas de la casa, siguiendo el consejo de Pitágoras, es necesario argumentarles, no con la gracia monástica del ave ni su leyenda de virtud, sino con que la permanencia de sus nidos no es en manera alguna inconciliable con la seguridad de los tejados.

Apeles empieza ya á caer en la cuenta, cavila sobre la metempsícosis de Pitágoras y de los indios, y sospecha que el alma de Zoe, de Febe y de Pérsida, era la misma y que ahora está encarnada en su nieto. Si he decir la verdad, esto me repugna más que nada.

El ejemplo de los metafísicos ha seducido y extraviado a los poetas; pero los metafísicos tienen disculpa. Allá en las edades primeras, los hubo también que abarcaron todas las cosas visibles e invisibles, divinas y humanas, y se pusieron a explicarlas. En esto resplandece el candor de la niñez. Así las escuelas de Elea, de Pitágoras y de otros.

Vivían en común como el pueblo de Licurgo y se trataban fraternalmente como los jóvenes guerreros tebaicos. Tenían remedios secretos como los sacerdotes de Isis. Algunos se abstenían de la carne de los animales y del uso de la palabra como los discípulos de Pitágoras. Otros usaban la túnica y el gorro de los frigios, y otros, en fin, ceñían sus riñones como el hombre primitivo.

Sobre todo, hemos sido dadivosos, espléndidos, con aquellos que han logrado penetrar hasta aquí y hacernos una visita. Uno de los primeros que vino a vernos desde Europa fue Pitágoras de Samos, y a nosotros se nos debe no pequeña parte de su sistema filosófico.

El genio de la Grecia, con sus castizas o peculiares creaciones, con los sueños de sus poetas desde Lino y Orfeo hasta ahora, con su pensamiento filosófico desde Pitágoras hasta Jámblico, con los descubrimientos de sus matemáticos, astrónomos y físicos, y con las enseñanzas arcanas de Samotracia y de Eleusis; el genio de la Grecia, con los despojos ópimos que trajo de Egipto, de Persia y hasta de la India, después de las conquistas del Macedón; todo este trabajo, toda esta aglomeración de doctrinas, experimentos y especulaciones, han venido a fundirse en mi cabeza como en horno o crisol candente.