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El angelón fijó sus pupilas límpidas en los fascinadores ojuelos de víbora de su abuelo; y, sin esperar más instrucciones, abriendo mucho la boca, salió a galope hacia donde por instinto juzgaba él que el señorito debía encontrarse. Volaba, con los puños apretados, haciendo saltar guijarros y tierra al golpe de sus piececillos encallecidos por la planta. Cruzaba por cima de los tojos sin sentir las espinas, hollando las flores del rosado brezo, salvando matorrales casi tan altos como su persona, espantando la liebre oculta detrás de un madroñero o la pega posada en las ramas bajas del pino. De repente oyó el andar de una persona y vio al señorito salir de entre el robledal.... Loco de júbilo se acercó a darle su recado, del cual esperaba albricias.

La cabezuela blanda, cubierta de lanúgine rubia y suave por cima de las costras de la leche, tenía el olor especial que se nota en los nidos de paloma, donde hay pichones implumes todavía; y las manitas, cuyo pellejo rellenaba ya suave grasa, y cuyos dedos se redondeaban como los del niño Dios cuando bendice; la faz, esculpida en cera color rosa; la boca, desdentada y húmeda como coral pálido recién salido del mar; los piececillos, encendidos por el talón a fuerza de agitarse en gracioso pataleo, eran otras tantas menudencias provocadoras de ese sentimiento mixto que despiertan los niños muy pequeños hasta en el alma más empedernida: sentimiento complejo y humorístico, en que entra la compasión, la abnegación, un poco de respeto y un mucho de dulce burla, sin hiel de sátira.

La impaciencia, la natural impaciencia, mezcla de ternura de hijo y del deseo de ser alabado, era la que le agitaba en aquel momento, ansioso de caer con sus premios en los brazos de su padre, de su madre, de Lilí, su hermanita del alma... Sentado en el testero del carruaje, con sus premios muy agarrados, apoyaba los piececillos en el asiento de enfrente, haciendo verdaderos esfuerzos para delante, que creía él ayudaban al coche a rodar más rápidamente.

Perucho alzó hasta la boca un pie, luego otro, y así alternando se pasó un rato regular; sus besos hacían cosquillas a la niña, que soltaba repentinas carcajadas y se quedaba luego muy seria; pero que en breve empezó a sentir el frío, y con la rapidez que revisten en los niños muy chicos los cambios de temperatura, los piececillos se le quedaron casi helados.