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Aquella salida matinal le agradaba, porque rompía las tediosas rutinas de su existencia. Y oiré todas las misas que quieras, y rezaré contigo... Dime, ¿no va Jacinta a esta hora a San Ginés?». Hombre, tan temprano no. Un poco más tarde que yo, suele ir Bárbara. Pues me alegro de que seamos nosotros los primeros, los más madrugadores, los más impacientes por cumplir y santificarnos... ¡Tom!

Algunos fieles madrugadores habían entrado en la iglesia y arrodilládose acá y allá; había sonado el tercer toque de misa, y a poco salió al altar un celebrante con casulla de réquiem; y rezada que fue la misa y cantado el responso, el celebrante entrose en la sacristía, y salieron otra vez los hermanos de la Paz y Caridad, con la difunta cargaron, y seguidos de la mujer y el perro salieron de la iglesia.

Desde mucho antes caminaban los madrugadores por la azulada penumbra de la cubierta, saludándose al paso y comunicándose noticias de la noche anterior. Algunos, vestidos con pijamas o medio desnudos bajo un largo gabán, descendían del gimnasio y se deslizaban rápidamente en busca de sus camarotes. Aparecían las primeras señoras, yendo tras breve paseo a arrellanarse en los sillones.

Al detenerse el trasatlántico, después de tantos días de marcha, una sensación de extrañeza pareció circular por todo él, desde la quilla a lo alto de los mástiles. Fue poco después de la salida del sol, y todos los pasajeros, aun los menos madrugadores, despertaron casi a un tiempo, con el mismo sobresalto del que experimenta una dificultad repentina en sus órganos respiratorios.

Los tales individuos formaban un grupo bastante pintoresco alrededor de una de las bocas del calorífero. Los más madrugadores llevaban ya la gran librea; los otros vestían aún el chaleco con mangas que constituye el uniforme de media gala de los criados.

Presentábanse los primeros madrugadores temblando de frío, y luego de apurar la copa de alcohol o el café de «a perra chica», continuaban su marcha hacia Madrid a la luz macilenta de los reverberos de gas. Acababa de abrirse el fielato y los carreteros se agolpaban en torno de la báscula. Los cántaros de estaño brillaban en largas filas bajo el sombraje de la entrada.

El frío era grande y ayudaba a la pereza a mantener agazapados entre las calientes ropas del lecho aun a los más madrugadores. Damián oyó las ocho en su cama y volvióse del otro lado, esperando que el señor marqués no necesitaría de sus servicios, según su costumbre, hasta muy entrada la mañana; un violento campanillazo vino, sin embargo, a hacerle saltar despavorido...

Allí los pájaros madrugadores gorjean lo mismo que en las alamedas del Retiro sobre las parejas de novios; el sol, padre de toda belleza, esparce por allí los mismos prodigios de forma y color que en las aldeas y ciudades, y el propio airecillo picante que menea los árboles, que orea el campo, que estimula a los hombres al trabajo y lleva a todas partes la alegría, el buen apetito, la sazón y la salud, derrama también por todas las zonas del establecimiento su soplo vivificante.