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Maese Alfredo L'Ambert, antes de recibir el golpe fatal que le obligó a cambiar de narices, era, sin duda alguna, el notario más notable de Francia. En la época aquella contaba treinta y dos años; era de elevada estatura, y poseía unos ojos grandes y rasgados, una frente despejada y olímpica, y su barba y sus cabellos eran de un rubio admirable.

Tal vez no hubiera contado con tan rara unanimidad si se hubiese conocido el episodio del gato; quizás también ese sexo tan encantador como injusto habría condenado a L'Ambert si hubiese tenido la avilantez de reaparecer ante el mundo sin nariz.

Supuesto que tenéis en vuestro poder el libro de Ringuet, poseeréis seguramente algunas nociones de cirugía. M. L'Ambert confesó que no había llegado aún a ese capítulo. Pues bien replicó M. Bernier, voy a condensároslo en cuatro palabras. La rinoplastia es el arte de rehacer la nariz a los imprudentes que la han perdido.

Maese Alfredo L'Ambert se dirige, completamente solo, hacia su carruaje, que le aguarda en el bulevar; y a la luz de un farol lee, encogiéndose de hombros, esta tarjeta de visita, salpicada de sangre: AYVAZ-BEY Calle de Granelle Saint-Germain, 100.

El negro que escuchaba su relato, ofreciose en seguida a tomar su kandjar, e ir a matar a L'Ambert. Ahmed-Bey le dio las gracias por sus buenas intenciones, y lo echó a puntapiés de la estancia. ¿Y qué haremos ahora? preguntó el bueno de Ayvaz; ¿qué haremos, amigo mío? Una cosa muy sencilla replicó el interrogado: mañana por la mañana le cortaré la nariz.

No, amigo mío respondiole el notario; ese trabajo vale mil francos al mes, o sea, treinta y tres francos diarios. No replicó el doctor, con acento autoritario; eso vale dos mil francos. L'Ambert inclinó la cabeza, y no se atrevió a objetar. Romagné pidió permiso para terminar aquel día su trabajo, dejar en el bodegón su tonel y buscar quien le reemplazase durante el mes.

Gracias por vuestros consejos respondía el obstinado; pero no necesito tantos requisitos para cortarle las narices a un notario. El objetivo de su venganza no tardó en aparecer entre dos cristales de gafas, a la puerta de un carruaje. Pero M. L'Ambert no descendió, limitándose a saludar.

Al fin adquirió Bernier la plena convicción de que el trozo de piel había arraigado en la cara del notario, a pesar de los innumerables tirones que sufriera. Desunió a los dos enemigos, y modeló una nariz a L'Ambert con el trozo de piel que había cesado ya de pertenecer al auvernés.

Cuando un hombre de su rango y su carácter abrazaba la causa de M. L'Ambert, declarando que un duelo entre el notario y Ayvaz-Bey sería inútil, comprometedor y ordinario, la paz parecía firmada de antemano.

La ley del Talión está escrita: «Ojo por ojo, diente por diente, nariz por narizAdvirtiole Ahmed que el Korán era, sin duda alguna, un buen libro; pero que estaba ya un poco anticuado. Los principios del honor han cambiado desde los tiempos de Mahoma. Aparte de que, aun queriendo, aplicar la ley al pie de la letra, Ayvaz sólo tendría que devolver un puñetazo al señor L'Ambert.