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Le hicieron referir su aventura y explicar el tratamiento del doctor Bernier, admirando todos la habilidad con que estaban dados los puntos de sutura, que apenas se conocían. Imaginaos que ese excelente Bernier ha completado mi persona con la piel de un auvernés. ¡Y qué auvernés, Dios mío! ¡El más estúpido y sucio de la Auvernia!

M. Taillade respondió que lo recordaba muy bien, y explicole que, para hacerse agradable a M. L'Ambert, y captarse su benevolencia, había promovido al auvernés de peón de albañil a azogador. ¿Hace quince días de eso? preguntole el notario. , señor, ¿lo sabíais ya? ¡Demasiado, por desgracia! ¡Ah, señor! ¿cómo puede jugarse con cosas tan sagradas? ¿Yo...? No, nada.

Todas las esperanzas parecían ya perdidas, cuando un día M. Bernier diose un golpe en la frente y exclamó: ¡Pero si hemos cometido una falta imperdonable! ¡un error digno de colegiales! ¡y he sido yo! ¡yo mismo, cuando este hecho constituye una confirmación aplastante de mi teoría...! No lo dudéis, caballero: el auvernés está enfermo, y es preciso curarle a él para que sanéis vos.

Es un verdadero suicidio físico y moral; pero un auvernés más o menos poco importa a la sociedad. ¡Pero se trata de un hombre de mundo, de un rico, de tu bienhechor, de mi cliente! lo has comprometido, desfigurado, asesinado con tu mala conducta. ¡Mira bien en qué estado lamentable has puesto al señor el rostro!

El auvernés elevó hasta el doctor su mirada, y le dijo con su amable acento, embellecido con este dejo propio del pueblo bajo parisiense: ¡Y bien, qué! Que he empinado un poco el codo. ¿Es acaso una razón para decirme esa sarta de necedades? ¿A qué llamas necedades, majadero? Te reprocho tus torpezas. ¿Por qué no colocaste tu dinero a interés en vez de bebértelo?

La relación que hoy hallamos entre vuestra nariz y la conducta de este auvernés, nos abre una perspectiva, engañosa tal vez, mas, sin duda alguna, inmensa. Esperemos algunos días: si vuestra nariz se cura a medida que Romagné se enmienda, se verá reforzada mi teoría por una nueva probabilidad.

Repartía su vida entre el estudio, el auvernés y el espejo. En este período fue cuando escribió, distraídamente, sobre el borrador de una escritura de venta: «¡Qué dulce es hacer bien a su prójimoMáxima un poco vieja en misma, pero nueva en absoluto para él.

De salud, , en efecto: me encuentro perfectamente; pero estas gafas endiabladas no hay forma de que se mantengan enteras. Y refirió al doctor toda la historia. Este se quedó pensativo, y dijo al cabo de un rato: El auvernés anda por medio. ¿Tenéis aquí alguna de las monturas rotas? Debajo de mis pies tengo la última.

Ofrecieron a Romagné una pensión de ochenta francos mensuales, pero el auvernés respondió con desprecio, rascándose la oreja: ¿Ochenta francos nada menos? ¡Para eso no valía la pena que me arrancaseis de la calle de Sèvres! Allí ganaba tres francos y medio diarios, y enviaba dinero a mi familia. Dejadme trabajar en los espejos, o dadme tres francos y medio.

Era preciso educarle nuevamente, y aquellos buenos señores acometieron esta difícil tarea con placer mefistofélico. ¿No era, por ventura, una cosa divertida y agradable la empresa de desmoralizar al auvernés? Cierto día le preguntaron en qué pensaba emplear los cien luises de M. L'Ambert cuando acabase de ganarlos.