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Actualizado: 19 de junio de 2025


Adoraba a su familia y amaba a su prójimo; pero jamás se había bañado en su vida por temor de malgastar el agua, objeto de su comercio. Poseía los sentimientos más delicados del mundo; pero no sabía imponerse los sacrificios más elementales que la civilización recomienda. ¡Pobre M. L'Ambert! ¡y pobre Romagné asimismo! ¡qué noches y qué días! ¡qué lluvia de puntapiés!

No soy yo un cirujano de los vuelos de M. Velpeau, o de M. Huguier; pero trataré de hacer volver las cosas a su primitivo estado. El señorito L'Ambert levantose precipitadamente, y corrió al lugar de la lucha, seguido del marqués y de M. Steimbourg.

M. L'Ambert le hizo saber, de un modo delicado, que echaba mucho de menos la vecindad de su ayuda de cámara, y el mismo Romagné solicitó autorización para alojarse en las buhardillas, adjudicándosele entonces un cuartucho que las freganchinas no habían querido nunca. «¡Dichosos los pueblos que no tienen historiaha dicho un sabio.

Pero se apresuraron a decirle que la precaución era inútil, pues le darían de comer en la casa. Eso dependerá de lo que me cueste observó él. M. L'Ambert os dará de comer gratis. ¡Gratis! eso ya es distinto. He aquí mi piel. Cortadmela cuanto antes. Romagné soportó la operación como un valiente, sin pestañear siquiera. Esto es un placer decía.

Quedábale aún de ella una parte para muestra, mas, tan insignificante, que no merece la pena de que la mencionemos siquiera. M. L'Ambert se dejó caer de espaldas, y se levantó otra vez en seguida para echar a correr, con la cabeza agachada, como un ciego o como un loco. En aquel preciso momento, un cuerpo opaco cayó desde lo alto de una encina.

A mitad del pasaje descubierto, al extremo de la galería del Barómetro, Alfredo L'Ambert esperaba fumando un cigarrillo. Diez pasos más allá, un hombrecillo redondo, con un fez escarlata, aspiraba a intervalos iguales el humo de un cigarrillo de tabaco turco, del grueso de un dedo.

M. L'Ambert aceptó, con el humor que pueda suponerse cualquiera, la mano que le tendía su rival, y se hizo conducir al faubourg Saint-Germain en compañía de sus dos amigos. DONDE DEFIENDE EL NOTARIO SU PELLEJO CON MÁS

¿Pero de qué he de echcucharme, y por qué echach buenach nochech? ¡Cualquiera diría que he cometido una torpecha, cheñor mío! El marqués no le respondió una palabra; pero hizo señas a los criados que circulaban por el salón. Entreabriose la puerta, y escuchose una voz que gritaba en la antecámara: ¡La servidumbre del señor L'Ambert!

Singuet elevó los ojos al cielo, pensando que su amo se había vuelto loco; pero M. L'Ambert, aparte de aquel maldito acento, gozaba de la plenitud de todas sus facultades. Interrogó por separado a toda su servidumbre, y se persuadió de su desgracia. ¡Ah, infame aguador! exclamaba, ¡ah, criminal! Echtoy cheguro de que habrá hecho alguna majadería.

Pero M. Bernier le respondía de vez en cuando, con imperturbable calma: Permitidme que os corte un trozo de piel del brazo, y os reconstruiré la nariz. M. L'Ambert pareció decidirse un instante.

Palabra del Dia

lanterna

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