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Actualizado: 19 de julio de 2025


El criado había ido a buscar al más próximo, y no anduvo desacertado, porque M. Bernier, si bien no estaba a la altura de los Velpeau, los Manee y los Huguier, ocupaba un lugar muy honroso inmediatamente después de ellos. ¡Que venga! exclamó M. L'Ambert. ¿Por qué no está aquí ya? ¿Creen, por ventura, que me encuentro en situación de esperar?

El día 3 de marzo, a las ocho de la mañana, despertose espontáncamente L'Ambert, sonrió satisfecho a los primeros rayos del sol que penetraron alegres por su entreabierta ventana, tomó el pañuelo de debajo de la almohada, y se lo llevó a la nariz a fin de esclarecer sus ideas. Pero el pañuelo de batista sólo encontró el vacío: la nariz ya no existía.

Muerto de susto L'Ambert, envió a buscar en seguida al doctor Bernier. Este acudió a toda prisa; diagnosticó una ligera inflamación y prescribió unas compresas de agua helada. Sin embargo, la nariz no tuvo alivio, a pesar de la refrigeración, y el doctor no salía de su asombro al ver la persistencia del mal.

Por eso a M. L'Ambert, a pesar de hallarse preocupado en grado sumo con el pequeño drama en que iba a representar tan importante papel, los objetos más insignificantes del mundo exterior, los que hubieran pasado completamente inadvertidos para él en circunstancias ordinarias, atraían y retenían su atención con un poder irresistible.

Una y otra eran ricas y poseían buena dote. Irma le gustó más a L'Ambert. El apuesto notario pensaba de vez en cuando que medio millón de dote y una mujer que sabe llevar un traje no son cosas despreciables. Viéronse con frecuencia, casi una vez por semana, hasta que llegaron las primeras heladas de noviembre. Tras un otoño dulce y brillante, cayó como una teja el invierno.

El que atrajo la atención de L'Ambert había visto, sin duda, que la morada de su dueño no ofrecía ya bastante caza, y buscaba en plena campiña un suplemento a su pitanza. Los ojos del señorito L'Ambert, después de haber errado algún tiempo a la ventura, sintiéronse atraídos y como fascinados por el gesto de aquel gato.

M. Steimbourg hallábase menos ligado con M. L'Ambert que el marqués de Villemaurin; no tenía, como éste, todos sus títulos de propiedad en el estudio de la calle de Varneuil desde hacía cuatro o cinco generaciones. No conocía a aquellos dos caballeros más que del círculo y de la partida de whist, y tal vez también por algunos corretajes que le habían hecho ganar.

Tal vez tenga razón Dieffembach dijo al notario, al asegurar que la piel puede morir por un exceso de sangre, y recomendar que se le apliquen sanguijuelas. ¡Ensayemos! Aplicose a L'Ambert una sanguijuela en la punta de la nariz, y, cuando se desprendió, harta de sangre, reemplazósela por otra, y así sucesivamente, dos días y dos noches.

Es un hecho bastante conocido en nuestros climas, pero la nariz de L'Ambert dio pruebas, en esta ocasión, de una sensibilidad extraordinaria. Enrojeciose un poco al principio, después mucho; fuese hinchando por grados hasta tornarse deforme. Después de una partida de caza alegrada por el viento Norte, experimentó el notario intolerable comezón.

Pero todos los testigos habían guardado la mayor discreción acerca del ridículo incidente del gato, y M. L'Ambert, lejos de estar desfigurado, parecía haber ganado en el cambio. Una baronesa observó que su fisonomía era más dulce desde que llevaba la nariz recta. Una vieja canonesa, dechado de malicia, preguntó al príncipe de B... si no haría bien en buscarle querella al turco.

Palabra del Dia

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