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Actualizado: 19 de junio de 2025


Cuando volvió al hotel de M. L'Ambert, estaba preocupado y daba muestras de una timidez excesiva, y tuvo que realizar sobre mismo un gran esfuerzo para decidirse a hablar. La medicina dijo al fin, no explica satisfactoriamente todos los fenómenos naturales, y vengo a someteros una teoría que carece de todo fundamento científico.

Uno henderá, a fuerza de hachazos, tu abultada cabeza de mulo; otro te abrirá el pecho en canal para ver si es posible que exista un corazón dentro de tan estúpida envuelta; otro... ¡Por favor, señor L'Ambert, que no quiero que me corten a pedazos! ¡prefiero comer las sopas!

Un contemporáneo y cliente del señorito L'Ambert, el marqués de Ombremule, decía en el Café Inglés cierta noche: Lo que nos distingue del común de los hombres es el fanatismo que sentimos por el baile. La canalla se desvive por la música.

¡Miren la impertinente! decía la mayor de ellas; ¡los aretes de su madre son de plata y los de mi padre de oro! Maese Alfredo L'Ambert, después de haber andado mariposeando mucho tiempo de la morena a la rubia, había acabado por prendarse de una linda trigueña de ojos azules. La señorita Victorina Tompam era honesta, como se es generalmente en la Opera, hasta que se deja de serlo.

Cuando Barberau, su antecesor, se retiró no adónde, para vivir de sus rentas, un cliente recomendome a este, que se estaba literalmente muriendo de hambre. Llamó M. L'Ambert, y ordenó al ayuda de cámara, que se presentó al instante, que hiciera subir a Singuet, el nuevo portero. Acudió el hombre, y lanzó un grito de espanto al contemplar el rostro de su amo.

Este fantástico ser tiene la cabeza redonda y algo grande, la frente despejada, y asierra con esmero y seriedad los dos huesos de una pierna viva. ¡Monstruo! exclamó, sin poder contenerse, M. L'Ambert. Y en aquel mismo instante, vio entrar al monstruo en persona, y el criado anunció a M. Bernier.

Romagné, a fuer de hombre juicioso, obtó por la cocina. Supo conducirse en ella de tal suerte, que se captó la simpatía y el aprecio de todos. Lejos de prevalerse de la amistad que le unía con el amo, mostrose más humilde y más modesto que el último marmitón. Era un criado que M. L'Ambert había puesto a sus servidores.

Al decir que se veían no quiero significar que los he visto yo mismo; desde luego comprenderéis que los pobres periodistas no entraban en aquel lugar como en el molino. Su intención se limitaba a fomentar un arte eminentemente aristocrático y político. El transcurso de los años es posible que haya hecho cambiar todo esto, porque las aventuras del señorito L'Ambert no datan de la semana pasada.

Y, en fin, ¿por qué extraño azar un hombre de posición y sólidos principios, como el señorito Alfredo L'Ambert, asistía tres veces por semana al templo de la danza?» ¡Bah, queridos amigos! precisamente porque era un hombre de posición y de sólidos principios.

Todavía trató el marqués de oponer una o dos objeciones; pero acabó por confesar que M. L'Ambert se veía obligado a batirse. La insistencia de Ayvaz-Bey era de pésimo gusto, y merecía una severa lección. Ninguno dudaba de que el belicoso notario, ventajosamente conocido en todas las salas de armas, era la persona elegida por el destino para enseñar a aquel osmanlí la cortesía francesa.

Palabra del Dia

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