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Actualizado: 19 de junio de 2025
M. L'Ambert descargó con el pie un fuerte golpe sobre el suelo, avanzó decididamente hacia el doctor, y le dijo con una risita demasiado nerviosa para ser natural. ¡Vamos, doctor! tenéis, al parecer, ganas de broma. ¿Tengo cara, por ventura, de cobarde? Si lo fuese, no me hubiera puesto en el trance esta mañana de que me descompletasen mi pobre humanidad.
Jamás lo pronunciéis en mi presencia. ¡Si queréis que viva largos años, no me habléis jamás de Romagné! La señorita Victorina Tompain no fue, por cierto, la última en cumplimentar al héroe. Ayvaz-Bey la había abandonado indignamente, dejándole cuatro veces más dinero del que valía ella. El magnánimo L'Ambert hubo de mostrarse con ella dulce y clemente.
Pero, ¿cómo podrás batirte en duelo con el señor L'Ambert, con arreglo a la costumbre de este país? Jamás has manejado una espada. ¿Qué haría yo con una espada? Quiero cortarle las narices, te repito, y una espada no me serviría para eso... Si al menos tirases bien con pistola... Pero, ¿estás loco? ¿cómo habría de cortar a ese insolente las narices con una pistola? Yo... ¡Sí, es cosa resuelta!
Era preciso educarle nuevamente, y aquellos buenos señores acometieron esta difícil tarea con placer mefistofélico. ¿No era, por ventura, una cosa divertida y agradable la empresa de desmoralizar al auvernés? Cierto día le preguntaron en qué pensaba emplear los cien luises de M. L'Ambert cuando acabase de ganarlos.
A los argumentos más hábiles, respondía con impasible dolor: No vale la pena, señor L'Ambert; hay demasiada miseria en este mundo. ¡Bah, amigo mío! la miseria fue instituida por Dios, que la creó para excitar la caridad de los ricos y la resignación de los pobres. ¿Los ricos?
Por cierto que me dio veinticinco francos de propina, ¡como os lo estoy refiriendo! Yo te daré cincuenta respondiole Ayvaz, si quiere Dios que realice la venganza que medito. M. L'Ambert tiraba perfectamente, pero era demasiado conocido en las salas de esgrima de París para haber tenido jamás ninguna ocasión de batirse.
Singuet, que lo quería bien, preguntole a qué pensaba dedicarse, contestándole él que buscaría trabajo. Al fin y al cabo, aquella forzada ociosidad le aburría demasiado. M. L'Ambert sanó de su coriza y alegrose de haber borrado de su presupuesto la partida correspondiente a Romagné. Ningún otro accidente vino a interrumpir después el curso de su dicha.
¡Imbécil! tronó M. L'Ambert, jamás comprendes las cosas... por más que, en realidad, no es menester que comprendas. Se trata únicamente de que digas sin rodeos si quieres cambiar de conducta y renunciar a esa vida de crápula que me mata de rechazo. Te prevengo que tengo el brazo muy largo, y que, si persistes en tus vicios, sabré ponerte pronto a buen recaudo. ¿Preso? Preso.
El prudente Ahmed comprendió que no estaba su amigo para razonamientos, y que tratar de disuadirlo sería en vano. ¿A qué predicar a un sordo que se aferraba a su idea, como al poder temporal los pontífices romanos? Vistiose, pues, Ahmed, y, acompañado del primer intérprete, Osmán-Bey, que acababa de regresar del Círculo Imperial, hízose conducir al hotel del señorito L'Ambert.
Todo el mundo tuvo noticia en seguida de este pequeño contecimiento, excepto el señorito L'Ambert, que había marchado al Poitou, con objeto de asistir al entierro de un tío suyo. Cuando volvió a la Opera, la señorita Victorina Tompain poseía un brazalete de brillantes, unas dormilonas de brillantes, y un corazón también de brillantes, pendiente de su cuello a manera de araña de salón.
Palabra del Dia
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