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Actualizado: 15 de julio de 2025


Porque, en fin, la duda no era posible: en la casa del señor de Villemaurin lo habían puesto de patitas en la calle. ¡Y el contrato de matrimonio estaba allí, en su mano! ¡aquel contrato redactado con tan singular esmero, en tan brillante estilo, y cuya lectura no había sido escuchada! Sin haber podido dar con la solución a aquel problema, encontrose en el patio de su hotel.

El acta fue redactada por su oficial mayor, revisada por los encargados de los negocios de ambas familias, y transcrita, por último, en un elegante cuaderno de papel timbrado, en el que no faltaban más que las firmas. Llegado el día, M. L'Ambert, esclavo de sus deberes, trasladose en persona al hotel de Villemaurin, a pesar de una persistente coriza que amenazaba saltarle los ojos de sus órbitas.

Hizo las paces con el marqués de Villemaurin y con toda su clientela del faubourg, a la que había escandalizado bastante. Libre de toda inquietud, pudo abandonarse, feliz, por la dulce pendiente que le conducía, sobre rosas, hacia la dote de la señorita Steimbourg. ¡Afortunado L'Ambert! le abrió su corazón de par en par, y mostrole los sentimientos legítimos y puros que lo llenaban por completo.

Pero era un buen muchacho y hombre de bastante talento, e hizo, a su vez, algunos razonamientos acertados al notario, para consolarle en su aflicción. A su entender, M. de Villemaurin ponía las cosas peor de lo que ya estaban: existían otros recursos. Decir a M. L'Ambert que quedaría desfigurado para toda su vida, era desesperar demasiado pronto de la ciencia.

El anciano y el joven caminaron del brazo hasta el bulevar, uno hablando y el otro prestándole atención. Y L'Ambert entró en su casa dispuesto a redactar el contrato de matrimonio de la señorita Carlota Augusta de Villemaurin. Pero había pillado un terrible constipado, que no le permitió hacer nada.

Amigo mío decía el anciano Villemaurin a su cliente, dándole palmaditas sobre el hombro, nuestra situación es excelente, toda vez que tenemos de nuestra parte el derecho. ¡El resto, Dios lo hará! El resultado no es dudoso: poseéis un corazón animoso, y una mano firme y rápida.

Y los hermosos ojos de la señorita Irma Steimbourg se posaban con visible complacencia sobre la rosada nariz del dichoso millonario. Los dos jóvenes bailaron juntos todos los cotillones del invierno; por eso el mundo daba ya por descontada su boda. Una noche, a la salida del Teatro Italiano, el anciano marqués de Villemaurin detuvo en el peristilo a L'Ambert.

Era el señor de Villemaurin uno de esos caballerosos sujetos que parecen haber sido respetados por la muerte para recordarnos los usos de las edades históricas en estos tiempos de degeneración que atravesamos. Según su fe de bautismo, no contaba nada más que setenta y nueve abriles; pero, por los hábitos y costumbres de su cuerpo y de su espíritu, pertenecía sin duda al siglo xvi.

El anciano marqués de Villemaurin, antiguo capitán de la Guardia Real, y el joven Enrique Steimbourg, agente de cambio, juzgaron unánimemente que el puñetazo lo echaba a perder todo. Un filósofo turco ha dicho: «No existen puñetazos agradables; pero los puñetazos en la nariz son los más desagradables de todos

M. Steimbourg hallábase menos ligado con M. L'Ambert que el marqués de Villemaurin; no tenía, como éste, todos sus títulos de propiedad en el estudio de la calle de Varneuil desde hacía cuatro o cinco generaciones. No conocía a aquellos dos caballeros más que del círculo y de la partida de whist, y tal vez también por algunos corretajes que le habían hecho ganar.

Palabra del Dia

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