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Actualizado: 19 de junio de 2025
El aguileño príncipe gozaba de una reputación hiperbólica. Alguno preguntará cómo las damas del gran mundo podían interesarse en peligros que no habían sido corridos por ellas. Los hábitos de maese L'Ambert eran bien conocidos, y se sabía que una gran parte de su corazón y de su tiempo los empleaba en la Opera.
En el caso presente, sin embargo, había cinco que no lo deseaban. Injusto sería decir que el señorito L'Ambert careciese de valor; pero no ignoraba que un duelo semejante, con motivo de una bailarina de la Opera, comprometería gravemente los prestigios de su bien acreditado bufete.
Que la corbata de Napoleón no estaba bien anudada. Pocos hombres, en este terreno pacífico, hubiera podido medirse con maese Alfredo L'Ambert. Se firmaba L'Ambert, y no Lambert, en virtud de un acuerdo del Consejo de Estado. El señorito L'Ambert, sucesor de su padre, ejercía de notario por derecho de herencia.
En dos ocasiones lograron encerrarlo en un círculo, y otras tantas logró escapar, forzando el cerco. Un momento pareció como rendido de fatiga y de dolor, al caer de costado por querer saltar de un árbol a otro, siguiendo el camino de las ardillas. El lacayo de M. L'Ambert lanzose veloz sobre él, alcanzolo en pocos saltos y lo agarró por la cola.
Pero a la vuelta de la primavera, en la segunda quincena de marzo, mientras la generosa savia hacía retoñar las lilas, llegó a creer M. L'Ambert que sólo a su nariz le eran negados los beneficios de la estación y las bondades de la naturaleza. En medio del renacimiento general de todas las cosas, palidecía como una hoja de otoño.
No queremos renegar decían, de maese L'Ambert: ciertamente que nos honra, aun cuando nos compromete un poco; pero cada uno de nosotros hubiera procedido con el mismo valor, y quién sabe si con menos torpeza. Un funcionario público no debe dar estos escándalos. No se debiera ir nunca al terreno del honor más que por causas confesables.
M. Steimbourg creyó un deber presentar a su amigo a su familia. Condújole a Bieville, donde su padre se había hecho construir un chalet. M. L'Ambert fue recibido en él por un viejo muy verde, una señora de cincuenta años, que no había abdicado aún, y dos jovencitas extremadamente coquetas; y a primera vista advirtió que no entraba en una casa de fósiles.
Uno de los más asiduos y animados concurrentes era el agente de cambios, M. Steimbourg. La aventura de Parthenay habíale ligado a L'Ambert con lazos más estrechos. M. Steimbourg pertenecía a una buena familia de israelitas convertidos; su cargo valía dos millones y poseía una fortuna de medio millón, de suerte que ya se podía trabar amistad con él.
El infeliz lloró copiosamente y se deshizo en protestas de sincero agradecimiento. Debo decir, en descargo de M. L'Ambert, que hizo las cosas con bastante generosidad. Vistió de pies a cabeza a Romagné, amueblole un quinto piso, en la calle del Cherche-Midi, y le dio quinientos francos para que fuese viviendo mientras le encontraba trabajo.
Hizo las paces con el marqués de Villemaurin y con toda su clientela del faubourg, a la que había escandalizado bastante. Libre de toda inquietud, pudo abandonarse, feliz, por la dulce pendiente que le conducía, sobre rosas, hacia la dote de la señorita Steimbourg. ¡Afortunado L'Ambert! le abrió su corazón de par en par, y mostrole los sentimientos legítimos y puros que lo llenaban por completo.
Palabra del Dia
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