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Para compensar las pérdidas de la quemazón, urgía plantear otro negocio, buscar nuevos caminos, y aquí fue donde lució sus altas dotes Isabel Cordero, esposa de Gumersindo, que tenía más pesquis que este. Sin saber pelotada de Geografía, comprendía que había un Singapore y un istmo de Suez.

Los más hábiles y fervorosos defensores de la filosofía española han sido, a mi ver, don Gumersindo Laverde Ruiz, D. Nicomedes Martín Mateos, D. Francisco de Paula Canalejas, el padre Ceferino González y recientemente D. Marcelino Menéndez y Pelayo.

Con este arreglo, con esta industria, y con el ánimo consagrado siempre a aumentar y a no disminuir sus bienes, sin permitirse el lujo de casarse, ni de tener hijos, ni de fumar siquiera, llegó D. Gumersindo a la edad que he dicho, siendo poseedor de un capital, importante sin duda en cualquier punto, y aquí considerado enorme, merced a la pobreza de estos lugareños y a la natural exageración andaluza.

Porque hay que tener en cuenta que el Delfín, por su fortuna, por sus prendas, por su talento, era considerado como un ser bajado del cielo. Gumersindo Arnaiz no sabía lo que le pasaba; lo estaba viendo y aún le parecía mentira; y siendo el amartelamiento de los novios bastante empalagoso, a él le parecía que todavía se quedaban cortos y que debían entortolarse mucho más.

No qué instinto tenemos las madres, algunas quiero decir. En ciertos casos no nos equivocamos; somos infalibles como el Papa». La esposa que Barbarita proponía a su hijo era Jacinta, su prima, la tercera de las hijas de Gumersindo Arnaiz. ¡Y qué casualidad!

Ayudado por D. Baldomero y Arnaiz, Gumersindo empezó a traer batistas finísimas de Inglaterra, holandas y escocias, irlandas y madapolanes, nansouk y cretonas de Alsacia, y la casa se fue levantando no sin trabajo de su postración hasta llegar a adquirir una prosperidad relativa.

En tan angustiosa situación, empezó D. Gumersindo a frecuentar la casa de Pepita y de su madre y a requebrar a Pepita con más ahínco y persistencia que solía requebrar a otras.

No sabían hacerlo sino los que de antiguo tenían la costumbre de manejar aquel artículo, por lo cual muchas damas, que en algún baile de máscaras se ponían el chal, lo mandaban al día siguiente, con la caja, a la tienda de Gumersindo Arnaiz, para que este lo doblase según arte tradicional, es decir, dejando oculta la rejilla de a tercia y el fleco de a cuarta, y visible en el cuartel superior el dibujo central.

Tengo tan buena opinión de Pepita que si volviese ella a tener diez y seis años y una madre imperiosa que la violentara, y yo tuviese ochenta años como D. Gumersindo, esto es, si viera ya la muerte en puertas, tomaría a Pepita por mujer para que me sonriese al morir como si fuera el ángel de mi guarda que había revestido cuerpo humano, y para dejarle mi posición, mi caudal y mi nombre.

Con todos estos defectos, que aquí y en otras partes muchos consideran virtudes, aunque virtudes exageradas, D. Gumersindo tenía excelentes cualidades: era afable, servicial, compasivo, y se desvivía por complacer y ser útil a todo el mundo aunque le costase trabajo, desvelos y fatiga, con tal de que no le costase un real.