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Caparrosa, el cadete de Bringas, un galleguito ladino y vivaracho, había conseguido treparse en una reja, y enfilando casi por una tangente al joven que vendía los boletines en la entrada, le gritaba: A , don Jacinto, a ; me manda don Narciso. ¡Eh, don Jacinto, eh! don Jacinto, don Jacinto, soy el cadete de lo de Bringas.

Vi en la obscuridad brillar sus ojos negros, gozosos y blanquear las filas de sus dientes moriscos, y se huyó de repente mi tristeza. Sin embargo, dije exhalando un suspiro: ¡Oh! Si esto dura mucho tiempo, me voy a quedar como una flauta... Mira, las sortijas se me salen del dedo. Mejor, cuanto más delgadito menos galleguito.

Esta noche... ¡al agua!... ¡Pobre galleguito! Maltrana se presentó en el comedor cuando los camareros servían el segundo plato. Tomó asiento junto a su amigo con cierta timidez, a pesar de la satisfacción y el contento de mismo que respiraba su persona. Fernando notó algo extraordinario en su aspecto. Lucía una flor en la solapa del smoking. De su cabeza surgía un perfume fuerte.

Era una patrulla de «colorados». El jefe habló con el mayoral. «¿Qué llevas ahí?» Y al saber que no llevaba otro pasajero que un pobre muchacho español, algunos jinetes avanzaron su cabeza por las ventanillas. «¡Ah, galleguito; «blanco» de mier... coles! ¡Déjate crecer el pelo para que te cortemos mejor la cabeza cuando seas grande!...» Lo decían riendo; pero yo, que sólo tenía trece años, me acurruqué en un rincón y deseaba meterme debajo del asiento.

Un brasileño insinuó dulcemente con lenguaje mesurado y cortés: «Se os senhores dâo licença...». Y el Brasil entraba igualmente en la gran alianza. ¡Viva la América latina!... Alguien se fijó en mi humilde persona y en el adorno que llevo junto a un ojo. «¡Ah, pobre galleguito simpático!» Y prorrumpieron en vivas a la «madre patria», a la vieja España, ensalzándola melancólicamente, como si hablasen de una abuela que se les hubiese muerto hace años.

Siempre que hablo con él, me ofrece un puro magnífico: «Che, Maltrana, oiga, galleguito simpático...». Y crea usted que es un hombre de gran sentido, que sabe ver las cosas como pocos... Eche una mirada al obispo, con toda su familia de admiradores tiránicos. Le han obligado a ponerse la sotana de seda con faja carmesí. ¡Y cómo le brilla la cruz!

Che, Maltrana; venga para acá, galleguito simpático... Tome uno de hoja. Y le entregó un cigarro enorme, al mismo tiempo que añadía en voz baja: Siéntese, amigo, y conversemos... Diga qué le pareció esta fiesta de los gringos. ¡Qué pavada! ¿no?... Ojeda salió a la cubierta.