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Por la ventana abierta entraba la luz tenue de una noche serena. Seguía el cañoneo, prolongándose el combate en la obscuridad. Al pie del castillo entonaban los soldados un cántico lento y melódico que parecía un salmo.

El comandante siguió hablando de la dulce Augusta y de sus hijos, mientras tronaba la tempestad invisible en el horizonte sereno del atardecer. Cada vez era más intenso el cañoneo. La batalla continuó Blumhardt . ¡Siempre la batalla!... Seguramente es la última y la ganaremos.

Recuerda lo que ha visto en un pedazo de mundo asolado por la bestialidad de los hombres: ciudades en ruinas; pueblos que sólo levantan sus muros un metro sobre el suelo, como las urbes descubiertas después de un cataclismo; granjas incendiadas; campos interminables esterilizados, perforados, vueltos al revés por un cañoneo de cinco años; muchas tumbas... miles de tumbas... millones de tumbas.

En aquel momento, el ruido del cañoneo se oyó tan distintamente, que el gitano se lanzó hacia el puente, seguido de Blasillo.

El monstruo verdoso conservaba aún el armado testuz al otro lado del Marne, pero su cola empezaba á contraer los anillos con ondulaciones inquietas. Después de cerrar la noche continuó el repliegue de las tropas. El cañoneo parecía aproximarse. Algunos truenos sonaban tan inmediatos, que hacían temblar los vidrios de las ventanas.

Y cuando se vió bajo su bóveda sombría la tuvo por el mejor de los salones, alabando la prudencia de sus constructores. El silencio subterráneo fué devolviéndole la sensibilidad auditiva. Escuchó como una tormenta amortiguada por la distancia el cañoneo de los alemanes y el estallido de los proyectiles franceses.

Las fuerzas carlistas contestaban débilmente al cañoneo: debían tener pocas piezas y de escaso alcance, porque sus tiros iban a estrellarse en un ribazo situado por bajo de los cerros, casi en la orilla del río, produciendo los cascos de granadas, al caer en el agua, anchos círculos de ondas que se estrellaban en las márgenes.

Y sin el cañoneo de Divès todo se hubiera perdido, porque los defensores eran menos de uno contra diez, y el enemigo comenzaba a hacerse dueño de la trinchera.

Al anochecer, y cuando aún el cañoneo no había cesado, distinguíamos algunos navíos, que pasaban a un largo como fantasmas, unos con media arboladura, otros completamente desarbolados.

El cañoneo de París y los ataques de los gothas mantenían en Monte-Carlo á muchas damas elegantes que en otro tiempo hubiesen considerado perdido su honor al permanecer en esta ribera calurosa pasado el invierno. Faltaban sillas; gran parte del público estaba sentado en las balaustradas y las escalinatas.