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Al ver reclamado su auxilio por la desesperación maternal, creyó don Marcelo que debía intervenir, y habló al comandante. Conocía mucho á este mozo no recordaba haberlo visto nunca y le creía menor de veinte años. Y aunque los tuviera añadió , ¿es eso un delito para fusilar á un hombre? Blumhardt no contestaba.

El comandante siguió hablando de la dulce Augusta y de sus hijos, mientras tronaba la tempestad invisible en el horizonte sereno del atardecer. Cada vez era más intenso el cañoneo. La batalla continuó Blumhardt . ¡Siempre la batalla!... Seguramente es la última y la ganaremos.

En uno de sus viajes desde el castillo al pabellón, la muchacha fué llamada por el alemán. Permaneció erguida ante su mesa, tímida, como si presintiese un peligro, pero haciendo esfuerzos para sonreir. Mientras tanto, Blumhardt le hablaba acariciándole las mejillas con sus manazas de hombre de pelea. A Desnoyers le conmovió esta visión.

Don Marcelo lo reconoció con sorpresa. ¡También el comandante Blumhardt!... Pero inmediatamente excusó su acto. Encontraba natural que se llevase algo de su casa, después que el comisario había dado el ejemplo. Además tuvo en cuenta la calidad de los objetos que se apropiaba. No eran para él: eran para la esposa, para las niñas... Un buen padre de familia.

Desnoyers no podía entenderle por hablar en alemán, pero siguiendo las indicaciones de su mano, vió en la entrada del castillo, más allá de la verja, un grupo de gente campesina y unos cuantos soldados con fusiles. Blumhardt, después de corta reflexión, emprendió la marcha hacia el grupo y don Marcelo fué tras de él.

El comandante Blumhardt se acordaba de los suyos, que vivían en Cassel. Ocho hijos, señor dijo con un esfuerzo visible para contener su emoción . Los dos mayores se preparan para ser oficiales. El menor va á la escuela desde este año... Es así. Y señalaba con una mano la altura de sus botas. Temblaba nerviosamente de risa y de pena al recordar á su pequeño.

Había tomado el baño y retardaba el momento de recobrar su uniforme, deleitándose con el sedoso contacto de la túnica femenina, igual á sus vestiduras orientales de Berlín. Blumhardt no manifestó la más leve extrañeza ante el aspecto de su general. Erguido militarmente habló en su idioma, mientras el conde le escuchaba con aire aburrido, pasando sus dedos sobre las teclas.

Vió la Alemania que se había imaginado muchas veces: una Alemania tranquila, dulce, de burgueses un poco torpes y pesados, pero que compensaban su rudeza originaria con un sentimentalismo inocente y poético. Este Blumhardt, al que sus compañeros llamaban Bataillon-Kommandeur, era un buen padre de familia.

Como si al viejo pudiera interesarle el paradero de sus camaradas, habló con voz tenue y trabajosa que á él le parecía sin duda natural... ¡Mala suerte la de su brigada! Habían llegado al frente en un momento de apuro, para ser lanzados como tropas de refresco. Muerto el comandante Blumhardt en los primeros instantes: un proyectil de 75 se le había llevado la cabeza.

Lo reconoció á pesar de su palidez verdosa y del extravío de su mirada. Era Blumhardt, un Blumhardt nuevo, con una expresión bestial de orgullo y de insolencia que infundía espanto.