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Traían los cabellos sueltos por las espaldas, que en rubios podían competir con los rayos del mismo sol; los cuales se coronaban con dos guirnaldas de verde laurel y de rojo amaranto tejidas. La edad, al parecer, ni bajaba de los quince ni pasaba de los diez y ocho.

Para don Amaranto, el dramaturgo es el que penetra en el drama individual; y el filósofo, el que se aleja de él. Para Escobar, el que penetra en el drama es el filósofo, y el dramaturgo es el que permanece a distancia. ¡Desconcertante disparidad y contraposición de los humanos pareceres! La doctrina de don Amaranto es refutable, y no menos defendible; y otro tanto la de Escobar.

Pues sucede, y la conciencia social no se estremece; y la vida sigue su curso, y mi querido cofrade, el virtuoso D. Amaranto, no sintió en su alma un latigazo de rebeldía. Porque el Sr. Peláez es, ante todo, un hombre de orden. La señora de Peláez ha sido una bella mujer: tenía unos lindos ojos negros, un seno matronil y unos dientes blancos, iguales.

Y en esas horas amargas, D. Amaranto llega a su mezquino mechinal, donde le aguarda su mujer, triste, enferma y mal vestida, y cuatro niñacos, como cuatro ruinas, en cuyos ojos candorosos, al mirar tan desolada pobreza, hay quizá un poco de recriminación hacia los que en un momento de lujuria ciega les trajeron a una vida tan sórdida, tan cruel y tan miserable. Nadie le pregunta nada.

Algún día quizá se me ocurra referir por lo menudo lo que hube de averiguar de su vida, y sobre todo recoger por curiosidad sus doctrinas, opiniones, aforismos y paradojas; de donde pudiera resultar un libro que si no emula las Memorabilia en que Xenofonte dejó reverente y filial recuerdo de su maestro Sócrates, será de seguro porque ando yo tan lejos de Xenofonte como don Amaranto se aproximaba, tal cual vez, a Sócrates: un Sócrates de tres pesetas, con principio.

Por sugestión del excelente don Amaranto, me había acostumbrado a tomar las diversas casas de huéspedes, por donde transité, al modo de tiendas, con sus existencias, tal cual abastecidas de dramas individuales, metido cada cual en su paquete y cuidadosamente atados con bramante. No había sino desatar el bramante y desenrollar el paquete.

Como Bruto a la silueta de César en la tragedia shakespeariana, digo a la sombra incorpórea del excelente don Amaranto: ¡SpeakSpeak! Y la sombra rompe a hablar, con la propia gracia y penetración que hace tantos años me deleitaban: ¿Vas a describir la Rúa Ruera? ¿Vas a describirla, o vas a pintarla? Advierto dos novedades. Primera, que don Amaranto ahora me trata de .

Yo he querido presentar, acerca de Belarmino y Apolonio, los puntos de vista de don Amaranto y de Escobar, porque entre ellos cabe inscribir todos los demás, ya que por ser los más antitéticos, son los más comprensivos. Y singularmente he apelado a la ciencia y doctrina de estos caballeros, por disimular que frente a Belarmino y Apolonio, ni tenía ni tengo punto de vista determinado.

Don Amaranto llega invariablemente a la oficina a las ocho de la mañana; se calza sus manguitos, se toca con un bonetillo la calva de santo, ancha y reluciente, y silencioso, con una tristeza mansa y resignada, trabaja hasta las dos, en que el ujier trae el parte de salida. En ese momento, D. Amaranto se torna a su casa. ¡Es la hora de comer!

Algo parecido a esto de Sócrates y Sófocles se lo dijo Apolonio a Belarmino, en el asilo y en coyuntura bastante dramática; lo cual me hace suponer que Escobar y Apolonio habían llegado a ser amigos, y que el zapatero estaba inspirado por las teorías del Estudiantón. Se observará que estas teorías son enteramente opuestas a las de don Amaranto.