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El aparato del culto católico, en el cual había fijado poco la atención, empezó a fascinarle; el dulce recogimiento del templo, a la caída de la tarde, cuando se puebla de sombras y de murmullos, le infundía suave desasosiego, cierta ansia especial de un nosequé elevado y arcano; los olores del incienso y de la cera eran para él como grato beleño que le adormecían arrastrándole a regiones gloriosas de dicha inmortal; los actos de caridad frecuentes le producían un dejo agradable y grande bienestar que acrecía su fe; la humillación del sacramento de la penitencia, que al principio tanto le repugnaba, llegó a ser un manantial de goces que él mismo no sabía de dónde procedían ni de qué modo embargaban su alma.

La severa vigilancia á que estaban sometidas las mujeres, acrecía las dificultades de llegar hasta ellas; excitaba los celos y el disimulo cuando intervenía la presencia de un tercero, y extremaba todo esto la violencia del amor, é inflamaba con más fuerzas los deseos.

Eran tanto más ásperos éstos cuanto que vio claramente que Luis la había estado engañando mucho tiempo, le había fingido cariño cuando amaba ya a otra. La miserable traición de Amalia la sublevaba, le inspiraba horror y repugnancia; pero la del conde, tenía que confesárselo, la traspasaba de dolor y acrecía su pasión desmesuradamente. Supo, no obstante, mantener su dignidad a flote.

Fortunata habría deseado que su marido se durmiese y la dejase en paz. Pero no parecía él dispuesto a hacerle el gusto en esto. Presentábase aquella noche bastante locuaz, lo que la disgustó mucho, pues pocas veces se había sentido con menos ganas de conversación. A poco de acostarse, observó que su marido, sentado frente a la mesa donde estaba la luz, sacaba del bolsillo un paquete, después otro, objetos envueltos en papeles, y los ponía frente a , como un hombre que se prepara a trabajar. El ligero ruido estridente que hace el papel al ser desdoblado, ruido que se acrecía con el silencio de la noche, molestaba a Fortunata atrayendo su atención. Lo primero que hizo Maxi fue sacar de un envoltorio de regular tamaño multitud de paquetes chicos muy bien doblados, como los que en Farmacia se llaman papeletas, forma en que se dividen y expenden las dosis de las medicinas en polvo. Pero después vio la joven que desliaba otro paquete de forma larga y... ¡Ay, Dios mío, era un cuchillo!... Lo estuvo él contemplando un rato por un lado y por otro, y acercaba la yema del dedo a la punta como para probar si era bien aguda. La esposa sintió sudor frío en todo su cuerpo... No pudo contenerse, y como si despertase a un durmiente para librarle de los fingidos horrores de angustiosa pesadilla, le dijo... «Maxi, hijo, ¿qué haces?».

La cosa íbase formalizando; desde la caída de Amadeo no había entrado Martínez en Palacio, y su presencia allí en aquel momento, aunque fuera sólo como curioso, prestaba al acto de Jacobo una sanción pública que acrecía su importancia. El excelentísimo Martínez, mirando de reojo al ministro, manifestó deseos de conocerle; Currita no le dejó acabar.

Ella sabía bien cuánto influía en los hombres que la trataban; pero en aquella circunstancia se acrecía su mujeril satisfacción por la calidad visible de los visitantes y por la distinción social que la sola amistad con Melchor significaba.