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Lo amaba, porque había sido de mi padre: todo era en él precioso para , sus grabados en madera, sus tapas comunes, bastante estropeadas, sus ángulos doblados por los golpes que sufría, sus páginas descoloridas, en las que mis ojos inquietos se solían detener de paso.

Y tras nueva descarga, entró en el monte. Los perseguidores, detenidos un momento por las explosiones, lanzáronse rabiosos adelante, fusilando, golpe tras golpe de winchester, el derrotero probable de los fugitivos. A 100 metros de la picada, y paralelos a ella, Cayé y Podeley se alejaban, doblados hasta el suelo para evitar las lianas.

Fortunata habría deseado que su marido se durmiese y la dejase en paz. Pero no parecía él dispuesto a hacerle el gusto en esto. Presentábase aquella noche bastante locuaz, lo que la disgustó mucho, pues pocas veces se había sentido con menos ganas de conversación. A poco de acostarse, observó que su marido, sentado frente a la mesa donde estaba la luz, sacaba del bolsillo un paquete, después otro, objetos envueltos en papeles, y los ponía frente a , como un hombre que se prepara a trabajar. El ligero ruido estridente que hace el papel al ser desdoblado, ruido que se acrecía con el silencio de la noche, molestaba a Fortunata atrayendo su atención. Lo primero que hizo Maxi fue sacar de un envoltorio de regular tamaño multitud de paquetes chicos muy bien doblados, como los que en Farmacia se llaman papeletas, forma en que se dividen y expenden las dosis de las medicinas en polvo. Pero después vio la joven que desliaba otro paquete de forma larga y... ¡Ay, Dios mío, era un cuchillo!... Lo estuvo él contemplando un rato por un lado y por otro, y acercaba la yema del dedo a la punta como para probar si era bien aguda. La esposa sintió sudor frío en todo su cuerpo... No pudo contenerse, y como si despertase a un durmiente para librarle de los fingidos horrores de angustiosa pesadilla, le dijo... «Maxi, hijo, ¿qué haces?».

Abrió su escritorio, buscó en un cajón y sacó cinco ó seis pliegos de papel, doblados. Eran las cartas dirigidas por Héctor á Herminia y que ésta había entregado á la señorita Guichard sin leerlas: cartas insignificantes de un buen muchacho á una prima á quien quiere inflamar y que no salían del nivel de la medianía en achaque de amplificaciones sentimentales.

En vez de los símbolos de la gula é incontenencia de sus hermanos en Europa, los de Manila tenían el libro, el crucifijo, la palma del martirio; en vez de besar á las simples campesinas, los de Manila daban de besar gravemente la mano á niños y á hombres ya maduros, doblados y casi arrodillados: en vez de la despensa repleta y del comedor, sus escenarios de Europa, en Manila tenían el oratorio, la mesa de estudio; en vez del fraile mendicante que va de puerta en puerta con su burro y su saco pidiendo limosna, el fraile de Filipinas derramaba á manos llenas el oro entre los pobres indios...

Las estaturas eran tan desacordes, que la bayoneta del enano tocaba los doblados hombros del gigante. Por la desigualdad, por la irregularidad, por el valor ciego y salvaje, por la fe estúpida y la sobriedad casi inverosímil, a ningún ejército conocido podrían compararse, como no fuera a los ejércitos de Mahoma. A la mañana siguiente salieron muchos para Urdax.

Apurando el ejemplo que tenemos entre manos, he de añadir que esto del mundo del que tanto se la hablaba y que ella hubiera adivinado aunque nada le hubieran dicho, porque la humana naturaleza es una parlanchina que todo lo descubre, y, más o menos recio, habla a la imaginación, aunque se la pongan candados en la lengua y se la confine a las soledades de un desierto; que esto del mundo, repito, la dio bastante que pensar desde que traspuso las fronteras de la niñez y entró con paso más firme y con doblados alientos de vida y con mayores fuerzas de visión, en los términos de la juventud.

El primer día que Julián pudo ver a la enferma, no hacía muchos que se levantaba, para tenderse, envuelta en mantas y abrigos, sobre vetusto y ancho canapé. No le era lícito incorporarse aún, y su cabeza reposaba en almohadones doblados al medio. Su rostro enflaquecido y exangüe amarilleaba como una faz de imagen de marfil, entre el marco del negro cabello reluciente.

Las desmelenadas walkyrias, vírgenes sudorosas y oliendo á potro, empezaban á galopar de nube en nube, azuzando á los hombres con aullidos, para llevarse los cadáveres, doblados como alforjas, sobre las ancas de sus rocines voladores. La religiosidad germánica continuó el ruso es la negación del cristianismo. Para ella, los hombres no son iguales ante Dios.

Afeitóse bien su barba de ocho días; vistióse una camisa, cuyos cuellos, aunque doblados por arriba un par de dedos, le cubrían la mitad de las orejas; cepilló y se puso su chaquetón pardo y su sombrero de copa negro-verdoso; empuñó su bastón de acebo chamuscado; aseguróse bien de que no falseaban las correas de sus zapatos de becerro, y dijo al elegante secretario de su amigo, como si toda la vida le hubiese tenido á su servicio: Vamos andando.