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Actualizado: 10 de junio de 2025
Mientras María participaba con el gran cantante de la desaforada ovación que le ofrecía un público, que de rodillas los veneraba humildemente, se representaba una escena de diferente carácter en la pobre choza de que ella saliera poco más de un año antes. Pedro Santaló yacía postrado en su lecho. Desde la separación de su hija no había levantado cabeza.
En una alcoba, en que se veían todavía algunos muebles decentes, aunque habían desaparecido los de lujo; en una cama elegante, pero cuyas guarniciones estaban marchitas y manchadas, yacía una joven pálida, demacrada y abatida. Estaba sola. Esta mujer pareció despertar de un largo y profundo sueño. Incorporóse en la cama, recorriendo el cuarto con miradas atónitas.
Pero Tristán no resollaba, había perdido el conocimiento y yacía debajo de la cabalgadura abrumado bajo el peso de ella. Clara corrió a él y con un supremo esfuerzo logró arrancarlo de aquella situación. El caballo no quería moverse; debía de estar herido. ¡Socorro! ¡socorro! gritó desesperadamente. Pero nadie había entonces por los contornos y sólo el campo y los pájaros oyeron sus gritos.
En todo aquel día no abandonó la casa mortuoria. Al mediodía estaba solo en ella, y el cuerpo de Fortunata, ya vestido con su hábito negro de los Dolores, yacía en el lecho. Ballester no se saciaba de contemplarla, observando la serenidad de aquellas facciones que la muerte tenía ya por suyas, pero que no había devorado aún.
El mendigo, en tanto, pronunciando palabras coléricas, que no es fácil al narrador reproducir, por ser en lengua arábiga, palpaba el bulto de la mujer embriagada, que como cuerpo muerto en mitad del cuartucho yacía.
No había modo de despertarlo, y son las cinco. Repito, coronel... iba a continuar más irritado que nunca, aunque medio helado el cuerpo, cuando me interrumpió Tarlein apartándose de la mesa y diciéndome: Mire usted, Raséndil. El Rey yacía tendido cuan largo era en el suelo. Tenía el rostro tan rojo como el cabello y respiraba pesadamente.
Entonces me estremecí al sentir que su boca se posaba en mis labios. Me pareció que una llama me había quemado. Y me besó otra vez, otra y otra: el gozo y el agradecimiento le habían hecho perder la razón. Pero yo pensaba: «¡Ojalá nunca concluya este instante!» Y los calofríos me sacudían sin interrupción mientras mi cuerpo yacía inerte y sin fuerzas entre sus brazos.
Sus ojos aterrados, su cabeza temblorosa, delataban la intensa emoción que en su alma simple había sabido despertar la madre de Rafael, a quien ella respetaba mucho. Su sobrina, su ídolo yacía por el suelo, despojada de aquella fe entusiasta y cariñosa que hasta entonces la había inspirado.
Reyes aquella tarde velaba el sueño de Serafina, que yacía allí cerca, en la alcoba, víctima de un agudísimo dolor de muelas que, al aplacarse a ratos, la dejaba sumirse en tranquilo sopor, aunque algo febril, no desagradable. Reyes velaba.
La bolsa de los corporales con el cuerpo del divino Redentor yacía sobre la paredilla de un prado. El P. Gil se apresuró a recogerla, se la colgó de nuevo al cuello, y después de orar un instante hincado de rodillas, siguió su camino sin separar los ojos del suelo.
Palabra del Dia
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