Vietnam or Thailand ? Vote for the TOP Country of the Week !

Actualizado: 21 de mayo de 2025


Para exponer el estado del teatro español en el año 1835, cuando la revolución contra el clasicismo echó raíces profundas en la Península, conviene tener presentes las palabras de Larra, en la Revista española, al decir que es monstruoso el caos de títulos y de obras de nuestro teatro; porque, en primer lugar, encontramos la comedia antigua, con cuya denominación general se designan todas las obras dramáticas del tiempo de Comella; en segundo lugar, el melodrama, correspondiente á nuestro interregno literario y traído á España del teatro de la Porte de Saint Martín; en tercero, el drama sentimental y patibulario, hermano primogénito del anterior é importación también extranjera; después, la comedia llamada clásica de Molière y de Moratín, con sus versos asonantados ó su prosa casera; después, la tragedia clásica con su versificación pomposa, y su aditamento de metáforas y de pensamientos sublimes de sangre azul; además, las bagatelas de Scribe, insípidas á veces, y otras entretenidas; el drama histórico, crónica versificada ó en prosa poética, con trajes anticuados y decoraciones ad hoc; por último, para no olvidar nada, el drama romántico, género literario nuevo y original, nunca antes visto ni oído, especie de cometa que se presenta por vez primera en nuestro sistema literario, con su cola anunciando sangre y horrores, descubrimiento desconocido de todos los siglos anteriores, y reservado á los Cristóbal Colón del XIX; en una palabra, la naturaleza en la escena; la luz, la verdad y la libertad en la literatura; la proclamación de los derechos del hombre, la anarquía, en fin, empeñada en convertirse en ley.

Recién cuando en el siglo XIX la paleontología, la filología, la arqueología, etc., etc., pusieron en descubierto el enorme error de aquellas concepciones, demostrando que el hombre cuanto más antiguo había sido menos fuerte y menos sano, menos sabio y más bárbaro, surgió la teoría de la evolución ascendente y se empezó a concebir la perfección del hombre como un hecho del presente y del futuro, y el espíritu humano pudo transferir su orientación y sus objetivos del servicio de los muertos al servicio de los vivos, de los males que fueron a los males que son, del mundo de la nada al mundo de la vida, del estancamiento al progreso, del quietismo a la acción, del absolutismo a la libertad, de la tradición a la evolución, "trasladando el centro de gravedad intelectual y emocional de Dios a la humanidad", el inmenso acontecimiento que se está realizando en nuestros días, y que será el principio de una transformación universal más grande y más feliz que todas las que la han precedido en el curso del tiempo.

Y su fisonomía de león no expresaba desaliento ni triunfo; no daba esperanza, ni la quitaba. La ciencia había hecho todo lo que sabía. Era un simulacro de creación, como otros muchos que son gloria y orgullo del siglo XIX. En presencia de tanta audacia la Naturaleza, que no permite sean sorprendidos sus secretos, continuaba muda y reservada. El paciente fue incomunicado con absoluto rigor.

Hasta el siglo XVIII, la enseñanza primaria, secundaria y universitaria estaban arregladas para conferir al educando un poder indirecto sobre el ambiente por la consecuencia de la gracia divina y el patronato de los santos, a fin de que éstos cambiaran o predispusieran los fenómenos naturales en manera favorable a los intereses personales del respectivo devoto, y la enseñanza arreglada para conferir al hombre un poder directo sobre los recursos ambientes por medio de los instrumentos, las máquinas y los procedimientos científicos, sólo empezó a acentuarse desde los comienzos del siglo XIX. Se inicia entonces francamente la decadencia de las ciencias sobrenaturales y el desarrollo creciente de las ciencias naturales, y de sus aplicaciones a la defensa de la vida y la sociedad, al ensanche de la producción y de las comunicaciones, al mejoramiento de las relaciones entre los individuos y entre los pueblos por la comunidad de artes y de ciencias, aun en la disparidad de creencias, y el carbón de piedra engorda prodigiosamente a los más mientras los otros siguen enflaqueciendo por el empleo del milagro, "costoso y de rendimiento incierto".

Llegado el siglo XIX, de tres peritísimos fabricantes tenemos noticias, llamado el uno Acosta, que vivió en la calle de Santa Clara, del cual hay una casulla de tisú de plata con flecos de oro y seda en el Hospital de Venerables Sacerdotes de esta ciudad, magistralmente tejida, y los otros dos, Don Manuel del Castillo y Povea y Don José Ledesma.

Los compañeros más abyectos eran buenos para él y más de una vez se le vio en los arrabales sentado ante un jarro de vino tinto, a la mesa de una taberna. Es muy difícil, en el siglo XIX, encanallarse con elegancia. Unicamente la corte de Luis XV intentó este esfuerzo con algún éxito.

En el siglo XVIII y aun á principios del XIX, interrumpía, durante las noches, el silencio de las calles de Sevilla, una voz lúgubre y monótona que más de una vez despertaba á los pacíficos vecinos y llevaba el terror á los chiquillos que descansaban en sus casas.

Así como las fronteras nacionales tienen sus jefes de aduana sin cuyo pase no es posible entrar, el real sitio de San Lorenzo posee un interesante personaje (nada antipático por cierto) sin cuya compañía es de todo punto inútil, si no imposible, visitar los monumentos, los jardines y demas bellezas del lugar. Ese personaje es un ciego, llamado Cornelio, de reputacion mas que europea, anciano muy bondadoso y atento y de una memoria prodigiosa apesar de sus setenta y seis años. Cornelio es el guia ó cicerone obligado de todo el que visita el palacio del Escorial. El siglo XIX lo encontró ya privado de la vista, y durante cincuenta ó mas años el pobre ciego ha recorrido por lo ménos quince mil veces todos los claustros, salones, galerías, escaleras y patios del inmenso edificio, y relatado dia por dia los mismos hechos y las mismas cosas á centenas de miles de curiosos visitadores.

Y atento y obsequioso, corrió a estrechar la mano de la Victoria Colonna del siglo XIX, una jamona muy madura, de metro y medio de largo y doce arrobas de peso, vestida de Safo, con corona de mirtos en la cabeza, lira de latón dorado en la mano, y en la chata nariz ¡Manes de Phaon, estaos quedos! ¡gafas de oro!...

Conocía bien la historia de la revolución francesa, especialmente la de los Girondinos; estaba versado en Economía política, había leído la Profesión de fe del siglo XIX de Pelletan, algunos versos de Víctor Hugo y tres volúmenes de la Historia Universal de César Cantu.

Palabra del Dia

atormentada

Otros Mirando