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Actualizado: 23 de junio de 2025


Así don Álvaro; no sería jamás suya, eso no; ese verano ardiente no vendría, ni siquiera le consentiría hablarle claro, insistir en sus pretensiones; pero tenerle a su lado, sentirle quererla, adorarla, eso : era dulce, era suave, era un placer tranquilo, profundo.... Ella le miraba con llamaradas que apagaba al brotar de los ojos, le sonreía como una diosa que admite el holocausto, pero una diosa humilde, maternal, llena de caridad y de gracia, sino de amor de fuego.

Y Álvaro sonreía de un modo que lo decía todo perfectamente, y hasta con acompañamiento de una música dulcísima que la Regenta creía oír dentro de sus entrañas; una música que le salía de los ojos y de la boca.... «¡qué sabía ella! pero aquello era una delicia mucho más fuerte que todas las del misticismo».

Cuando las recogidas, al retirarse, se quitaban el velo, las más próximas a Fortunata notaron que esta se sonreía. viii

Se iba a arruinar; lo que ganaba en los toros se lo comería el juego. Pero don José sonreía desdeñoso, pluralizando la gloria de su matador. Para este año tenemos más corridas que nadie. Nos vamos a cansar de matar toros y ganar dinero... Dejad que el niño se divierta. Para eso trabaja y es quien es... ¡El primer hombre del mundo!

Su mirada recorrió aquel brazo hasta el hombro, hasta el cuello, hasta el blanco rostro que sonreía fijamente. Sostenido por los dos brazos de su padre, se levantó. Vacilaba sobre sus piernas, como un toro que ha recibido un hachazo. ¡Por Dios, hijo mío, vuelve en ti! exclamó el anciano tomándolo por los hombros. La desgracia se ha consumado. Somos hombres, tenemos que resignarnos.

Había crecido poco, no obstante. ¡Anda, taponcito! ¿Cuándo acabas de estirar? le decía Ricardo, reteniéndola por una de sus trenzas, cuando cruzaba por delante de él. La niña sonreía, encogiéndose de hombros, y proseguía su camino.

Su madre, la Condesa viuda, le idolatraba y le había mimado siempre; pero los mimos, lejos de pervertir las buenas naturalezas, las hacen mejores y más dulces; convierten la hiel en almíbar. Para el Condesito era fácil ser bueno. Nada envidiaba. Todo le sonreía. Ya hemos dicho que poseía quince mil duros de renta, que era de buena familia y que gozaba de perfecta salud.

Al oír hablar, Laura se incorporó, retiró vivamente su mano de las manos de Julio y tendió los brazos a su amiga. Adriana se precipitó, la besó una y otra vez, y parecía no tener caricias bastantes para aquella pobre cara devastada por la pasión y por el sufrimiento. Laura sonreía. ¡Qué miedo tuve de que no vinieras! Estoy muy enferma, ¿sabes?

Allí también Guardiana, penetrada de alegría por otra causa diversa: porque había traído consigo a dos de sus pequeños, el escrofuloso y la sordo-mudita; en cuanto al mayor, ni se podía soñar en llevarlo a sitio alguno donde hubiese gente, porque le entraba enseguida la «aflición». La niña sordo-muda miraba alrededor, con ojos reflexivos, aquel mundo del cual sólo le llegaban las imágenes visibles; por su parte el niño, que ya tendría sus trece años, y que hubiera sido gracioso a no desfigurarlo los lamparones y la hipertrofia de los labios, gozaba mucho de la fiesta, y se sonreía con la sonrisa inocente, semi-bestial, de los bobos de Velázquez.

El oro, las perlas, los diamantes, brillaban sobre sus vestiduras. Llevaba pendientes y pulseras de gran valor. Gabriel sonreía pensando en la simpleza religiosa, que viste a los héroes celestiales con arreglo a las modas de la tierra.

Palabra del Dia

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