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Actualizado: 23 de junio de 2025


La vieja hechicera continuó su camino con su acostumbrada majestad, pero de cuando en cuando volvía hacia atrás las miradas y se sonreía, exactamente como quien quisiera dar á entender que existía entre ella y el ministro una secreta y misteriosa intimidad.

Todos los seres de la tierra le parecían pequeños; y sintiendo la tierna conmiseración de las almas grandes, sonreía dulce pero compasivamente al pensar en su madre, en sus hermanas y hasta en la misma Tónica.

Se confundían en alegre discordancia las diversas músicas. Pasaban parejas amorosas, perdiéndose en la obscuridad; guerreros de remotos países que abarcaban con un brazo el talle de una mujer. ¡Tan lejos!... ¡tan lejos! seguía suspirando la vieja. Vió de pronto un soldado que le sonreía, un soldado todo blanco desde el casco de trinchera hasta los gruesos zapatos.

Debía reflexionar, ver con claridad las cosas. ¡Qué disparate! ¡partir abandonando a su Rafael! Nunca: era imposible. Leonora sonreía con tristeza. Aguardaba aquellas protestas. También ella había sufrido mucho, mucho, antes de decidirse a adoptar tal resolución.

Por lo tanto, era el único delante el cual se presentaba serena, y el duque era el único que se sonreía dolorosamente delante de la duquesa. Pasó algún tiempo y la duquesa se heló de espanto; conoció que era madre. ¡Madre de un bastardo, sin culpa, sin más culpa que la de un aturdimiento hijo de su misma pureza! ¡madre y viuda! ¡Y sin conocer al padre de su hijo!

Nada importa morir cuando murieron ya sentimientos, ilusiones y esperanzas; cuando los afectos se extinguieron uno a uno, cuando el fuego que ardía en nuestra alma se convirtió en ceniza... Ya no queda más que el cuerpo... ¿Qué importa que éste tarde más o menos en seguir al espíritu si le abandonó cuanto lo purificaba, si desapareció cuanto le sonreía?

Entraba en la taberna gozándose en atemorizar a los criados con sus amistosos saludos: terribles apretones que hacían crujir los huesos y arrancaban gritos de dolor. Sonreía satisfecho de su fuerza y de que le llamasen «bruto», y se sentaba ante la pitanza, un plato del tamaño de una palangana lleno de carne y patatas, a más de un jarro de vino.

Y había tal sinceridad en esta confesión de amor, que Leonora, cada vez más conmovida, se aproximaba a él, caminaba pegada a su cuerpo sin darse cuenta y sonreía levemente, repitiendo su frase, mezcla de afecto maternal y de lástima. ¡Pobre Rafael!... ¡Pobrecito mío! Habían llegado a la verja que daba entrada al huerto. La avenida estaba desierta.

Cuidaba y mimaba á su marido con gran cariño y él la seguía en sus idas y venidas por las habitaciones, con unos ojazos que revelaban la ternura del agradecimiento. En fin, querido planeta continuó el capitán que parecen unos novios. No qué diablos habrán andado en esto, pero los dos son otros, completamente. Aresti sonreía. ¿Entonces preguntó la casa de mi primo será un nido de amor?

Al recordar este período de su pasado, Aresti sonreía amargamente, burlándose de su optimismo. ¡Cambiar él á su mujer! ¡Transformarla!....

Palabra del Dia

rigoleto

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