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Actualizado: 27 de julio de 2025
Lucía miró al cielo, en que brillaban las estrellas, y sintió un frío agudo. Arrodillose en el vestíbulo, y apoyó la cara contra la puerta. En aquel momento se acordaba de una circunstancia pueril; la puerta estaba por dentro forrada de brocado rojo obscuro, de los tonos mates del cuero.
El bulto entero del cuerpo, carnoso y blando, destaca por claro sobre paños grises que establecen separación entre el lienzo blanco del lecho y la carne pintada a toda luz. En segundo término y a la izquierda destacando sobre un cortinaje rojo, un amorcillo sostiene un espejo con marco de ébano, donde se refleja el semblante de la diosa.
Unos llevaban pantalón blanco de dril, con casaquín de lana perla, cruzado el pecho de anchas correas blancas, con asta plateada. Otros iban de blanco y rojo, blanco el pantalón, la casaca roja.
Hasta la alta techumbre llegaban los conos pintados de rojo con aros negros; torreones de madera semejantes a las antiguas torres de asedio; gigantes que daban su nombre al departamento y contenían cada uno en sus entrañas más de setenta mil litros. Bombas movidas a vapor trasegaban los líquidos, mezclándolos.
Un pantalon estrecho, de paño azul con franjas amarillas, que llega hasta las rodillas y se ajusta bajo dos grandes botas charoladas; un chaleco de paño amarillo ó rojo, sobre el cual va una chupa de cola microscópica, forrada con anchas solapas y con puños de color rojo y enormes botones de metal reluciente; un sombrerito de charol ó fieltro, de copa larga, estrecha y puntiaguda y con adornos; un larguísimo foete, y un clarin terciado al costado, componen el vestido y los arreos del príncipe de la diligencia suiza.
Tenía ya el pie en la primera grada de la escalera del sollado, cuando el gitano, que se había hundido en el diván, le gritó: Blasillo, bebamos, hijo mío, y hablemos de la monja y del escalo del convento de Santa Magdalena. ¡Beber... hablar!... ¿en este momento? preguntó Blasillo, confundido, abandonando el cordón de seda rojo que iba a servirle para subir la escalera.
Habiendo pues ya Febo caminado Su curso en redondez, de la cerea, Mostraba el rostro rojo y colorado, Cubriendo la montaña de librea. El sin ventura amante fatigado, El camino buscaba, mas pelea En vano; que no acierta con camino, Que el miedo y el temor le quita el tino.
Tiene además la de ser incultivable; todos los ensayos que se han hecho con este fin han sido infructuosos, lo que nos confirma en nuestro primer aserto de que este fenómeno es un hechizo del maligno gnomo de aquel rojo arenal.
Un compañero de juego le había enseñado en el Casino los pequeños cartones partidos en columnas que sirven para marcar las alternativas del «rojo» y el «negro». Varias damas extraían de sus sacos de mano, entre el pañuelo, la caja de polvos, el lápiz para los labios, los billetes de Banco y las fichas de diversos colores, que son el dinero del juego, unos documentos de igual clase.
Palabra del Dia
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