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Actualizado: 14 de junio de 2025
Una tarde en que el idilio alcanzó proporciones alarmantes, y en que su boca sedienta de besos, pedía y pedía sin cesar pruebas del amor que reflejaban los ojos de la hija del cliente respetable, ésta le prometió la gloria: a las doce de la noche le esperaría en la sala de su casa en la calle de las Artes , cuyo zaguán sería dejado entreabierto para darle paso.
Su rostro y todo su cuerpo reflejaban agitación violentísima que se traducía en muecas y contorsiones y se exhalaba también en frases incoherentes pronunciadas en voz baja, que ni Carlota ni Mario llegaban a comprender. La causa de tal estado espasmódico no podía ser otra que la influencia magnética de la mirada del violinista pesando continuamente sobre su cogote.
Doña Petronila, con una manteleta de raso negro, antiquísima, mal cortada, recibía a su mundo devoto como si estuviese ella de cumpleaños. Todo se volvía allí sonrisas, apretones de manos, elogios mutuos, carcajadas sonoras, que reflejaban el interior contento de aquellas almas en gracia de Dios. El Magistral fue recibido en triunfo. ¡Qué fino! ¡qué atento!
En todo aquello había mucha más canela de la que se había él figurado, y cabía más de otro tanto si se quería suponer. En aquella cabecita graciosa se reflejaban pensamientos de cierta especie, y en aquel cuerpo saleroso, latidos... ¡y vaya usted a saber! Pero, señor, ¿en dónde había tenido el ojo bueno hasta entonces?
Villamelón hizo el gasto, como siempre, blandiendo el trinchante de oro macizo, regalo de Fernando VII, que usó durante toda su vida, y pasando por las tres distintas fases que en aquella hora solemne se reflejaban en su persona: hondamente preocupado al principio, como hombre que tiene entre manos el más grave negocio; comunicativo, pero dogmático; afable, pero todavía circunspecto a los medios, y alegre, bonachón, magnánimo y hasta tierno a los postres, como si la corriente de satisfacción que le brotaba del estómago le dotase de aquellas cualidades que no poseía en ayunas.
Frayburu seguía en su desolación y en su tristeza. Dimos vuelta al Izarra y comenzamos a entrar en las puntas. Las luces del puerto se reflejaban en el mar; brillaba alguna que otra ventana iluminada de la ciudad. Fuimos penetrando por las calles estrechas formadas por las barcas en el muelle silencioso. La marcha del patache era lenta; yo les ayudaba a los marineros en la maniobra.
La plaza de Nieva estaba como en la primer noche en que la vimos, obscura y sembrada de charcos de agua donde se reflejaban tristemente los rayos de los faroles de petróleo que ardían en las esquinas. Ni un alma la cruzaba aquella noche. En vano se sacaba los ojos por penetrar las tinieblas de los soportales.
La gran culebra triste y oscura no acababa de encontrar guarida y seguía arrastrándose silenciosamente entre las sombras del crepúsculo. Los pedazos del lagarto que Pedro había matado se reflejaban aún en su lomo tembloroso y plomizo. Cuando llegó la pareja al palacio era ya noche cerrada. Fragmentos de un diario.
Cosas muy lindas debía ver, conforme se iba muriendo, sin saber que las veía, porque se le reflejaban en el rostro. La frente la tenía como de cera, alta y bruñida, y hundidas las paredes de las sienes. Aquellos ojos eran una plegaria. Tenía fina la nariz, como una línea. Los labios violados y secos, eran como una fuente de perdón. No decía sino caridades. Sola, sí, no quería estar ella.
El astro soberano al descender tras el roquero monte que cierra el fertil llano, trasunto hermoso del Edén cristiano dibujaba en el mágico horizonte. Tus ojos, como espejos reflejaban también aquellos rojos y dorados reflejos: tu mirabas allá, lejos, muy lejos... y yo te devoraba con mis ojos. ¡Perdóname, bien mío!
Palabra del Dia
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