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Quedeme inmóvil, sobrecogido, como si estuviese delante de una aparición sobrenatural, agarrado con entrambas manos a las rejas. No supe más que decir: ¿Cómo sigue usted? Aquella forma habitual de cortesía no despertó al parecer en ella ideas tristes, porque la vi acercarse la mano a la boca para ocultar la risa. Después de unos instantes de silencio contestó: Bien, ¿y usted?

Pues, lisa y llanamente, las lágrimas de sus ojos y la expresión dolorida de su cara infantil; y yo me preguntaba en cuanto salí de mis dudas: «Pero ¿cuándo está más mona esta chica? ¿cuando ríe y gorjea como los pajaritos del monte, sin penas ni cuidados, o cuando siente, como ahora, a falta de dolores propios, la compasión que le inspiran los ajenos?» Y no sabiendo por cuál de estos extremos optar, quedéme con los dos, porque es lo cierto que, riendo o llorando, estaba monísima aquella criatura.

Pues bien: leyendo una comedia de Shakespeare toparon mis ojos con esta frase: «La mujer es un manjar de los dioses cuando no lo adereza el diablo». Quedéme suspensa y cavilosa. ¿Quién será este diablo aderezador? Ya sabéis que el gran poeta inglés se expresa siempre en una forma cortante y misteriosa. Su fuerza, más que en lo que dice, está en lo que sugiere.

¡Pues hasta mañana! y me dio un torniscón por despedida. Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y quedeme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.

Tuve dos hijos varones. En esto se armó lo de África; tentome un poco el patriotismo y otro poco la ambición; conseguí, bajo cuerda y sin que lo supiera mi mujer, que me mandaran allá; fuime, haciéndola creer que me obligaban a ello; volví de comandante acabada la guerra; destináronme a Barcelona con el regimiento a que pertenecía; y entre si me convenía más dejar aquí la familia o llevarla conmigo, enviudé; vilo todo de un solo color, y ese muy negro; disipáronse de repente todas mis ambiciones; pedí el retiro, concediéronmele, y quedéme en Villavieja donde había vivido muchos años, habían nacido mis hijos, y poseían, por herencia de su madre, media docena de tejas y cuatro terrones.

No bien me aparté de él con su capa, cuando ordena el diablo que dos que lo aguardaban para cintarearlo por una mujercilla, entendiendo por la capa que yo era don Diego, levantan y empiezan una lluvia de espaldarazos sobre . Yo di voces, y en ellas y la cara conocieron que no era yo. Huyeron y yo quedéme en la calle con los cintarazos.

¡Ay señor! dijo Florela, que yo, cuando mi ama se fue a la visita de ese familiar, que Dios confunda, que a buscarla vino, entre la espesura del cenador acechando quedeme, y lo que con doña Margarita hablasteis, y vi que vuestra la hicisteis; y como tanta es, ya os lo dije, la lealtad que a mi señora tengo y el agradecimiento a que ella me obliga por el amor que me tiene, sabedora de todo la hice.

Contemplando distraídamente la melancólica plaza con sus árboles sin hojas, quedeme parado sin saber cómo haría para comunicar de la mejor manera posible la triste nueva de que era portador, cuando a mi espalda un suave «frou-frou» de una falda de seda, y, dándome vuelta prontamente, me encontré delante de la hija del muerto, cuyo aspecto era ahora, a la edad de veintitrés años, mucho más dulce, bello, gracioso y femenino, que cuando por vez primera nos habíamos conocido, tiempo ha, de una manera extraña y en medio de un camino.

De ambos hablar a nuestro mutuo amigo, Burton Blair, hoy, por desgracia, fallecido exclamó; y lentamente se sentó en la gran silla de brazos de mi abuelo, mientras yo quedeme de pie sobre el tapiz de la chimenea, dando la espalda al fuego para poder verlo mejor.

Y oculto el rostro entre las manos, la mirada en el vacío, teniendo ante mi vista toda mi existencia, dudosa, sin fondo, como un precipicio, quédeme absorto. Al cabo de una hora volvió Oliverio y me encontró en el mismo estado: inerte, inmóvil, consternado. Cariñosamente me tocó en el hombro y me dijo: ¿Quieres acompañarme esta noche al teatro? ¿Vas solo? le pregunté. No replicó sonriendo.