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¡Y yo que le tenía á usted por un amigo seguro!... ¡Mal sujeto! ¡Querer arrebatar á una mujer el apoyo de su esposo, dejándola sola!... Al hablar miraba fijamente los ojos del español, como si pretendiese contemplarse en ellos. Pero debió ver tales cosas en estas pupilas, que su voz se hizo más suave, y hasta acabó por fingir un mohín infantil de disgusto, amenazando al hombre con un dedo.

Causó la entrada de este nuevo personaje una transformación a vista en la escena: mientras Artegui se levantaba furioso, Lucía, vuelta a la conciencia de misma, pasó las manos por las sienes, enderezose en el sillón adoptando actitud reservada, pero con las pupilas vagas aún, perdidas en el espacio. Hola, Artegui.... ¿Usted por aquí?

Amparo cogió el tiesto y respiró el perfume de la planta, hundiendo la faz entre las aterciopeladas hojas. La encajera la miraba con sus pupilas siempre melancólicas y serenas. Amparo dijo de pronto.... ¿Eh?... respondió la Tribuna, sorprendida como si la despertasen de golpe. ¿Te enfadas si te digo una cosa?

Las mañanas en el jardín, los paseos en el invernadero, las tardes del lluvioso otoño pasadas tras los balcones del gabinete mirando estrellarse y correr las gotas de agua por los empañados vidrios; las horas en que sentado a un extremo de la mesa veía trasparentarse al fondo de sus pupilas azuladas toda la ternura de su alma, le hacían gozar de una manera tranquila, sin que su propia naturaleza varonil le llevara a pensar en otros halagos ni promesas.

Pero no ves, mujer... ¡qué poca vergüenza! exclamaba Ana señalando al grupo, del cual no se separaban las pupilas de Amparo . Después del... del aviso, ¿no sabes? añadió hablándole al oído. La Tribuna no contestó.

Ellas eran hijas del caballero más ilustre del pueblo, por más que hubiesen venido a tanta pobreza, y él, plebeyo, y archiplebeyo por todos cuatro costados, y con menos bienes de fortuna que las pupilas de su tío, ¿cómo había de atreverse ni siquiera a imaginar que podría casarse con ninguna de las dos?

Avanzaron unos arrastrando los pies, otros con saltitos de pájaro, alguno con los ojos muy abiertos, mostrando en las pupilas la vaguedad de la ceguera senil, todos temblorosos de frío, con el cuerpo forrado de bayeta amarilla y la gorra calada sobre dobles pañuelos arrollados a las sienes. Era la vieja guardia corriendo a morir junto a su ídolo.

En su buena y plácida cara, iluminada por una mirada de sorprendente inteligencia, no se hubiera podido leer ninguna impresión si el brillo malicioso de sus ojos no le hubiera hecho traición. El cura se divertía. Cuando la abuela lo hubo dicho todo, el padre Tomás clavó un instante sus chispeantes pupilas en las de la abuela y se echó a reír. La abuela dio un salto de indignación.

Entre los retratos de hombres había un obispo que le molestaba por su edad absurda. Era casi de sus años; un obispo adolescente, con ojos imperiosos y agresivos. Estos ojos le inspiraban cierto pavor, y por lo mismo decidió acabar con ellos: «¡Toma!» Y clavó su espada en el viejo cuadro, añadiendo á sus desconchados dos agujeros en el lugar de las pupilas.

Cesaron lentamente las contorsiones, el hervor del mísero cuerpo: los párpados se abrieron con el escalofrío final, mostrando las pupilas dilatadas con un reflejo vidrioso y mate. El rebelde cogió entre sus brazos aquel cuerpo ligero como el de un niño, y apartando a los parientes, fue poco a poco acostándolo en el montón de harapos.