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Actualizado: 21 de mayo de 2025


A la verdad, señor, que si para justificar vuestro desprecio por nuestro afecto no tenéis más motivos que ese recuerdo de vuestra juventud... ¡Oh, tengo otros! dijo el señor de Lerne. Pronunció esas palabras con un tono tan singular que Juana lo miró, y sorprendida quedó de la expresión casi dolorosa que repentinamente había contraído su frente y sus labios.

Gonzalo sintió apretársele el corazón. Guardaron silencio obstinado un buen rato. Al cabo don Melchor dijo: ¿Vienes a cenar, Gonzalito? Ahora no tengo apetito, tío; allá iré un poco más tarde. Bien, pues hasta ahora pronunció tristemente el señor de las Cuevas. Y se alejó lentamente en dirección de tierra, perdiéndose a poco entre las sombras.

Nos miró con un aire indecible de regocijo, nos hizo diferentes saludos con las manos y con la cabeza, pronunció palabras que no pudimos entender, y se metió dentro como un relámpago, dejando en nuestro balcon, no á dos criaturas, sino dos estátuas.

Figurose que sería por apetito de barquillos, y le hizo una seña, con ánimo de regalarle algunos. La muchacha se acercó, fascinada por el brillo de la sociedad alegre y juvenil; pero al entender que la brindaban con tomar parte en el banquete, encogiose de hombros y movió negativamente la cabeza. Bien harta estoy de ellos pronunció con desdén.

Sin embargo, Raúl, no podemos tardar más. Mi dignidad y la tuya no sería lo único que sufriría... Hay que hablar a tu madre, es preciso... Sorprendido por aquella vehemencia que contrastaba con su apariencia débil y delicada, Raúl la interrogó con la mirada. Confusa y ruborizada, Juana se acercó más estrechamente a su marido y pronunció muy bajito unas palabras.

En el tercer piso se detuvo, no sin algún sobrealiento, y abriendo las puertas de dos gabinetes contiguos, pero independientes, encendió con pajuelas las bujías colocadas, sobre la chimenea, y fuese. Artegui y Lucía permanecieron unos segundos callados, de pie, en la puerta de las habitaciones. Al fin pronunció él: Es natural que quiera usted lavarse y quitarse el polvo, y descansar un rato.

¡Ay, Don Ignacio! ¿me llevará usted mañana? gritó Lucía, dilatados los ojos con el afán y alzando sus manos suplicantes. Mañana... Artegui se quedó otra vez pensativo . Pero, señora pronunció ya con diverso tono , ¡hoy debe llegar su marido de usted! Es verdad. Cesó de suyo el diálogo, y ambos interlocutores miraron el fuego, y aún Artegui le añadió leña, porque menguaba.

Dando con su abanico un golpecito en la rodilla de Refugio, pronunció estas palabras, a las cuales hubo de dar, no sin esfuerzo, un tonillo ligeramente cariñoso: «Vaya, mujer; préstame ese dinero». ¿Qué? preguntó Refugio sorprendida. ¡Ah!, el dinero. Crea usted que no me acordaba ya de semejante cosa... ¿Pero qué, tanta falta le hace? ¿Es tan fuerte el sofoco?

El letrero privilegiado no lo alcanzo a ver en ella, por más cuidado que en ello pongo. ¿Y cuál es ese letrero, padre mío? repuso afligido Caleb. Joven querido, son tal y tal y pronunció dos palabras árabes desconocidas para nosotros. ¿Y qué quieren decir tales palabras?...

No saludó de palabra; no pronunció una sola: no hallaba, sin duda, fórmula de saludo que no disonase en aquella ocasión; pero con el gesto, con el ademán, con la expresión de toda su fisonomía, mostraba que era un caballero respetuoso, que pedía humildemente perdón de la astucia y de la audacia que se había visto obligado á emplear para llegar hasta allí.

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