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Actualizado: 23 de junio de 2025
En la plazoleta, frente a la cerrada casa, correteaban las gallinas. Rafael, abrumado por el esfuerzo de aquella confesión, en la que daba curso a las angustias y ensueños de muchos meses, se apoyó en el tronco de un viejo naranjo. Leonora estaba frente a él escuchándole con la cabeza baja, rayando el suelo con la contera de su roja sombrilla.
El chico se divertía con otros junto a la fuente de la Alcachofa, mientras ellas charlaban con las demás niñeras sentadas en un banco. Los chicos se escapaban de vez en cuando corriendo hasta cierta distancia, como siempre; pero a una voz que les daban volvían a la plazoleta. Pues cuando se acercaba el oscurecer, al llamarlos para irse a casa, se encontraron con que no parecía el pequeño.
Tenían sus apasionados, que se encargaban de ocupar el cuarto sitio en la partida, y al llegar la noche, cuando la masa de espectadores se retiraba á sus barracas, quedábanse allí viendo cómo jugaban á la luz de un candil colgado de un chopo, pues Copa era hombre de malas pulgas, incapaz de aguantar la pesada monotonía de esta apuesta, y así que llegaba la hora de dormir cerraba su puerta, dejando en la plazoleta á los jugadores después de renovar su provisión de aguardiente.
Al llegar Rafael a la plazoleta de la ermita, descansó de la ascensión, tendiéndose en el banco de mampostería que formaba una gran media luna ante el santuario. Reinaba allí el silencio de las alturas. Los ruidos de abajo, todos los rumores de vida y labor incesante de la inmensa llanura, llegaban arrollados y aplastados por el viento, cual el susurro de un lejano oleaje.
No lloró, pero su hija María de la Luz, que comenzaba a ser una mocita, andaba tras él, animándolo para que saliese de su triste marasmo, para que no pasase las horas sentado en la plazoleta con la mandíbula entre las manos y la vista perdida en el horizonte, desalentado y triste como un perro sin dueño.
El joven avanzaba lentamente, con miedo, como si temiera que el ruido de sus pasos cortase aquella melodía que parecía mecer amorosamente el huerto, dormido bajo la luz de oro de la tarde. Llegó a la plazoleta, frente a la casa, y vio de nuevo sus palmeras rumorosas, los bancos de mampostería con asiento y respaldo de floreados azulejos. Allí había reído ella muchas veces escuchándole.
La doncella italiana, con los ojos desmesuradamente abiertos por el susto, quedó ante la pobre mujer consolándola con palabras sueltas que le arrancaba la lástima «¡Povera! ¡poverina!... ¡coraggio!» Y la hortelana, en medio de su desfallecimiento, abría los ojos para mirar a la extranjera, no comprendiendo las palabras, pero adivinando su ternura. La señora salió a la plazoleta.
Aburrido de tal curiosidad, subió por un doble graderío á la plazoleta solitaria que precede á la iglesia, empleando allí las mismas estratagemas que cuando acechaba en las inmediaciones de Villa-Rosa. Se asomó al interior del templo, punteado de rojo por las luces de unos cuantos cirios.
Instintivamente nos habíamos acercado a la ventana, pues la puesta de sol prometía ser hermosísima aquella tarde. Las gárgolas y demás partes salientes de la enorme catedral tenían ya perfiles de fuego, y las copas de los árboles de la plazoleta y hasta las hortensias de mi balcón empezaban a teñirse de carmín. Súbitamente, mi compañero dió un grito de sorpresa.
Un hombre embozado hasta los ojos atravesó velozmente la plazoleta que hay delante de la morada de los obispos y entró en este recodo. La fuerza del huracán le detuvo, y la lluvia, penetrando entre el embozo de la capa y el sombrero, le privó de la vista.
Palabra del Dia
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