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La «planchadora», por el contrario, prefiere la murmuración a la «plancha». Alguna vez se «plancha» sin ser «planchadora»; un «planchado» fortuito, casual, injustificado; porque, usando el lenguaje corriente, hay bailes con suerte y bailes con desgracia. He aquí un fenómeno superior a nuestra capacidad analítica. ¿Por qué en unos bailes tenemos éxito y en otros no lo tenemos? Misterio.

Y eso que Brutandor, según todas las señas, continuaba siendo el favorito de la planchadora; pero a Miguel ya se le había pasado aquella prematura inclinación amorosa y no se le daba un bledo por el antiguo objeto de sus ansias.

«Pero a aquel hombre se le podía perdonar todo. ¡Qué tacto! ¡qué prudencia! ¡qué discreción!». «Entre monjas podría vivir este hombre sin que hubiera miedo de un escándalo». A Paco, a su adorado Paco, le había puesto cien veces por modelo la habilidad y el sigilo de Mesía al sorprender al hijo de sus entrañas en brazos de alguna costurera, planchadora o doncella de la casa.

No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que había mandado llevarlo en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola, y el sombrerero, a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.

Miguel vivía entre los bienaventurados; el roce de aquellas manos en su cabeza le producían espasmos de dicha, y el perfume de la pomada de heliotropo que la planchadora usaba, causábale una embriaguez dulce y feliz como no volvió a sentirla jamás en su vida. Es condición precisa de las planchadoras, y también de las que no lo son, hacer con gusto el papel de ídolos y propender a la dominación.

Le di las gracias, no sin dejar de echarle una larga mirada de inteligente satisfecho. Ella bajó la suya, ruborizándose. Era la primera vez que veía esto en Sevilla. Recordando la escena de por la mañana en la fábrica, le dije: Apostaría a que no es usted cigarrera. No, señó; soy planchadora. ¿De Sevilla? De Badajoz. ¡Ah! ¡Es usted extremeña!

Entonces Paula pidió auxilio a Concha, la costurera, y mientras ésta la tenía sujeta a la silla, aquélla la fue despojando uno a uno de todos sus bucles. Después arregló como mejor pudo los cabellos que quedaban. ¡Qué lástima! volvió a exclamar la planchadora. Hija, no está mal así tampoco repuso Paula peinándola con esmero. En aquel momento apareció la señora en el cuadro de la puerta.

Esta se vio algo confusa, sin saber cómo salir de aquel atolladero. «¡Ah!, ¿era usted?... No la esperaba... Pase y tome asiento». Fortunata, que iba vestida con mucha sencillez, entró como entraría una planchadora que va a entregar la ropa. Avanzaba tímidamente, deteniéndose a cada palabra del saludo, y fue preciso que Guillermina la mandase dos o tres veces sentarse para que lo hiciera.

Decidiose que Carmen, con la planchadora y el jardinero, irían a recorrer la huerta, pues se sospechaba que faltándole práctica, no había de volar muy lejos del primer arranque, mientras Marta y Ricardo lo buscarían por toda la casa en la contingencia de que se hubiese quedado dentro brincando por las salas, como lo había hecho ya otra vez.

El brigadier le recibía con los brazos abiertos y le apretaba contra el pecho preguntándole después con sonrisa dulce y triste: «¿Cómo te va, hijo míoSe enteraba minuciosamente de sus estudios, de sus recreos, de sus faltas, de sus premios, de cuanto le ocurría, en suma, y no se cansaba de recomendarle la formalidad y la aplicación; casi nunca se marchaba sin dejarle algún regalo o dinero, que no pocas veces pasaba íntegro a las manos de la gentil planchadora, dueño absoluto de sus acciones y pensamientos.