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Así que, cedió en seguida al ruego que le hizo, poco tiempo después de trabar amistad con él, de estudiar juntos y ayudarse a «sacar las composiciones.» Y como Miguel era de comprensión rápida y expedita, aunque un poco aturdido, no fue pequeño el servicio que le prestó; tanto, que al verle traducir con más facilidad y al examinar sus temas mejor concertados, el cura no salía de su asombro: «¡Brutandor, parece que la Providencia ha querido al fin mandarte un rayo de sentido común; alabada sea ellaEl capellán, aunque presumía de perspicaz, no dio en la razón de este favorable cambio hasta pasados algunos meses; cuando al fin averiguó que las composiciones y las traducciones se sacaban con ayuda de vecinos, no quisiera equivocarme, pero tuvo un verdadero alegrón, porque veía confirmado su juicio: «¡Hola! ¿conque Bullita se ha dignado tenderte su mano protectora? ¡Oh generoso niño!... Ven aquí, Bullita... declíname generoso puer.......... y , Brutandor, declíname asinus.......... a un tiempo.» Y en verlos ir declinando a voces formando algarabía holgábase D. Juan y se divertía la clase.

¿Pero este majadero, qué se habrá llegado a figurar? murmuró estrujando el periódico. Y al poco rato, viendo entrar jadeante, corriéndole el sudor por la frente a Brutandor, se encaró con él diciéndole: Oyes, Perico, ¿te sientes con fuerzas para dirigirme en las arduas tareas del periodismo?

Nada hay que moleste tanto a los hombres vulgares como el ingenio, y en la tertulia del general formaban aquéllos mayoría. Miguel notaba vagamente esta hostilidad; comprendía que no estaba en su centro, y por eso iba pocas veces. Grande fue su sorpresa cuando una noche al entrar en el salón de sesiones del Ateneo, vio a su amigo Brutandor en el uso de la palabra.

La consecuencia de todo fue que Brutandor se quedó definitivamente a vivir con Miguel: éste pagaba un duro por su gabinete; el ama de la casa, acomodándose los dos en él, rebajó el pupilaje a cuatro pesetas cada uno; de las cuatro pesetas que le tocaban, quedó convenido entre ambos que Mendoza pagaría diez reales y Miguel supliría los otros seis en tanto que aquél no mejorase de fortuna.

Ordinariamente iban emparejados, departiendo amigablemente: el capellán mostraba a su discípulo cada día más estimación: en una cosa no estaba conforme con él, y se la recriminaba a menudo: era la amistad que Miguel profesaba a Brutandor. «¡Mentira parece ¡barájoles! que seas amigo de ese jumento! Y él ha sabido bien aprovecharse.

Alojaba en una modestísima posada de la Corredera baja de San Pablo, pagando nueve reales al día. El pobre Brutandor, apesar de sus apellidos ilustres y sonoros, estaba muy lejos de nadar en la opulencia. Su padre, según pudo averiguar más adelante Miguel, era un cirujano de un pueblecillo de Extremadura; la carrera se la costeaba un tío cura.

Aunque algunos inteligentes sonreían escuchándole, no dejó de ser considerado, al cabo, como joven instruido y «de esperanzasUna tarde, Brutandor llamó aparte a Miguel, y llevándole a uno de los rincones del Ateneo, le propuso fundar entre los dos un periódico. Para ello contaba con una persona que facilitaba el dinero, y con la protección del general conde de Ríos, que sería su inspirador.

Peroraba Mendoza desde uno de los bancos de la izquierda, donde acostumbraban a sentarse los jóvenes demócratas, y lo hacía con tanto desembarazo, con tan briosa entonación como si en toda la vida hubiera hecho otra cosa. ¡Ave María! dijo Miguel para este Brutandor no conoce la vergüenza. Y se sentó en una silla para escucharle.

Mendoza continuó perfilándose, como decía Miguel, a más y mejor; cuando éste, encolerizado después de pagar la cuenta desahogaba con él su bilis, ponía una cara tan compungida e inclinaba la frente con tanta humildad, que la ira de su amigo disipábase como por encanto y concluía por reírse y resarcirse del dinero que soltaba con algunos sarcasmos que también resbalaban sobre la piel de Brutandor, sin lograr hacerle cambiar de conducta.

Llamábale alternativamente brutandor o parisiense; el primer mote, como la palabra misma indica, porque le tenía por el mayor majadero que comía pan; el segundo, porque era muy pulcro, aficionado a vestir a la moda y a llevar esencias en el pañuelo. Aquella vaya continua, aquel martilleo, parecíale muy pesado a Miguel.