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Un día entró nuestro niño muy descuidado: la traición le acechaba: de entre las faldas de la planchadora salió repentinamente el nuevo favorito y cayó sobre él con el ímpetu y rabia de una fiera; arrojole al suelo y comenzó a golpearle con tal furia, que en pocos minutos no le dejó sitio en el rostro sin su correspondiente señal.

Preocupábale la indumentaria muy más de la cuenta, al decir de su mamá, que le miraba por esto con alguna ojeriza: no había sastre que le hiciese bien la ropa, ni planchadora que le diese gusto; con tal motivo, siempre que estrenaba un traje o unas botas o se ponía camisa limpia, armaba un jollín que se oía en toda la casa; verdad que estos eran los únicos momentos en que daba cuenta de y mostraba algún arranque, porque todo lo demás de este mundo parecía tenerle sin cuidado; pero de todos modos, era un posma que molestaba mucho; y lo que decía doña Martina con muchísima razón: Si este niño es tan impertinente ahora para la ropa, ¡qué hará cuando tenga veinte años!

Es un poco difícil determinar los orígenes y causas de esta desventura. Por regla general, se debe a que la «planchadora» no ha sido muy favorecida por la naturaleza. No pretendemos hacer ningún descubrimiento que merezca integrar las páginas de un texto de sociología, diciendo que suele haber más «planchadoras» entre las feas o poco agraciadas que entre las bonitas.

Sólo había en ella una criada vieja cuidándola. De ésta se valió para averiguar dónde estaba María y pasarle un recado a fin de que viniese a verle. No se equivocó la planchadora sobre el objeto de tal llamamiento.

Riose no poco en su interior al descubrir aquella flaqueza, y con intención poco caritativa, comenzó a soliviantarle siempre que podía, sacándole conversación acerca de las relaciones de Marroquín y la planchadora, noticiándole todo lo que corría por el colegio acerca de ellas, y agregando él mismo cuanto podía para abrasarle de celos.

Uno decía que había visto a Marroquín por el agujero de la llave, de rodillas delante de Petra y besándola una mano lo mismo que un caballero andante; otro le había visto pellizcarla un muslo al pasar por su lado; otro le había oído decir, estando los dos asomados a un balcón: «Petra, te amootro, más serio que los demás y más digno de crédito, aseguraba que su criado había visto un domingo a Marroquín en un merendero de las Ventas del Espíritu Santo, mano a mano con la planchadora.

Llegó a admirarla como un bruto: el ideal de la belleza se encarnó para él en sus carnes frescas, sonrosadas y un tanto crasas. El cuarto de la planchadora era una verdadera estufa en las tardes de verano. La proximidad del tejado, lo bajo del techo y la hornilla encendida se conjuraban para hacerlo intolerable.

Mi madre fue planchadora en casa de los señores de Pacheco... allí nos criamos mi hermana Mauricia y yo». He oído hablar de ustedes a Guillermina... Severiana dejó el cesto de la compra, que bien repleto traía, arrojó mantón y pañuelo, y no pudo resistir un impulso de vanidad.

Y así, cuando por bondad algún caballero la saca a bailar, se aferra a él, añadiendo a su condición de «planchadora» la de pelma. Le ocurre lo contrario que a la muy solicitada, la cual evita bailar muy seguido con el mismo caballero, actitud que podría inducir a la concurrencia en el error de suponer un principio de compromiso.

Y con palabra breve, incisiva, con una cruel satisfacción que se le traslucía en la voz, puso delante de su vista el cuadro espantoso de las miserias y dolores que la desgraciada criatura había padecido en los últimos meses. Aquel cuadro era infinitamente más aterrador que el que le había exhibido María la planchadora.